Desde hace años se sabe que Gabriel García Márquez es un mago capaz de colocar en el cielo de la literatura maravillosos fuegos artificiales. Pero somos muchos los escritores que crecimos con él, y gracias a él, que pensamos también que los fuegos artificiales son sólo eso: artificios. Y por lo tanto brillo efímero, golpe de efecto, momento deslumbrante.
La médula es otra cosa. Y en el caso de estas ideas que la prensa ha difundido (no he tenido la oportunidad de leer el discurso completo del Maestro) me parece que hay mucho de disparate en esa propuesta de «jubilar la ortografía».
Además de ser una propuesta efectista (y quiero suponer que poco pensada), es la clase de idea que seguramente aplaudirán los que hablan mal y escriben peor (es decir, incorrecta e impropiamente). No dudo que tal jubilación (en rigor, anulación) sólo puede ser festejada por los ignorantes de toda regla ortográfica. Digámoslo claramente: suena tan absurdo como jubilar a la matemática porque ahora todo el mundo suma o multiplica con calculadoras de cuatro dólares.
En mi opinión, la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, ni por abolir las haches, ni por aniquilar los acentos. No, la cuestión central está en la colonización cultural que subyace en este tipo de ideas tan luminosas como efectistas, dicho sea con todo respeto hacia el Nobel colombiano.
Y digo colonización porque es evidente que estas cuestiones se plantean a la luz de los cambios indetenibles que ocasiona la infatigable invasión de la lengua imperial, que es hoy el inglés, y el creciente desconocimiento de reglas ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente Internet y el llamado Cyberespacio.
Frente a esa constatación de lo virtual que ya es tan real, ¿es justo que bajemos los brazos y nos entreguemos sin luchar? ¿Es justo que porque el inglés es la lengua universal y es tan libre (como anárquica), el castellano deba seguir ese mismo camino? ¿Por el hecho de que el cyberespacio está lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia como nueva regla para todos? ¿Por el hecho de que tantos millones hablen mal y escriban peor, vamos a democratizar hacia abajo, es decir hacia la ignorancia?
Si las difundidas declaraciones de García Márquez son ciertas, a mí me parece que hay un contrasentido en su propuesta de preparar nuestra lengua para un «porvenir grande y sin fronteras». Porque el porvenir de una lengua (como el porvenir de nada) no depende de la eliminación de las reglas sino de su cumplimiento.
Por eso, a los neologismos técnicos no hay que «asimilarlos pronto y bien... antes de que se nos infiltren sin digerir», como él dice. Lo que hay que hacer es digerirlos cuanto antes, y para digerirlos bien hay que adaptarlos a nuestra lengua. Como se hizo siempre y así, por caso, «chequear» se nos convirtió en verbo y «kafkiano» en adjetivo. Y en cuanto al «dequeísmo parasitario» y demás barbarismos, no hay que negociar su buen corazón, como aparentemente propone García Márquez. Lo que hay que hacer es mejorar el nivel de nuestros docentes para que sigan enseñando que esos parásitos de la lengua son malos.
Eso por un lado.
Y por el otro está la cuestión de para qué sirven las reglas, y el porqué de la necesidad de conocerlas y respetarlas. No voy a defender las haches por capricho ni por un espíritu reglamentarista que no tengo, pero para mí seguirá habiendo diferencias sustanciales entre «lo hecho» y «lo echo»; y sobre todo entre «hojear» y «ojear» un libro.
Tampoco me parece que sea un «fierro normativo» la diferencia entre la be de burro y la ve de vaca. Ni mucho menos me parece poco razonable la legislación sobre acentos agudos y graves, ni sobre las esdrújulas, ni sobre las diferencias entre ene-ve y eme-be, y así siguiendo, como diría David Viñas.
Las reglas siempre están para algo. Tienen un sentido y ese sentido suele ser histórico, filosófico, cultural. La falta de reglas y el desconocimiento de ellas es el caos, la disgregación cultural. Y eso puede ser gravísimo para nosotros, sobre todo en estos tiempos en que la sabiduría imperial se ha vuelto tan sutil y astuta. Las propuestas ligeras y efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas.
Precisamente porque vivimos en sociedades donde las pocas reglas que había se dejaron de cumplir o se cumplen cada vez menos, y hoy se aplauden estúpidamente las transgresiones. Es así como se facilitan las impunidades.
Y así nos va, al, menos en la Argentina.
En todo caso, eliminemos la absurda policía del lenguaje en que se ha convertido la Real Academia. Democraticémosla y forcémosla a que admita las características intertextuales del mundo moderno, hagamos que celebre las oralidades, que festeje las incorporaciones como riquezas adquiridas. Esa sería una tarea revolucionaria. Pero manteniendo las reglas y, sobre todo, haciéndolas cumplir.
(Página/12, viernes 11 de abril de 1997)
Para leer el artículo de García Márquez al que se hace referencia
Botella al mar para el dios de las palabras
Gabriel García Márquez
(La Jornada, México, 8 de abril de 1997)
A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.
me parece que esto de jubilar la ortografía es una completa falta de respeto hacia las normas. no podemos permitir que las normas cambien de un día a otro, nos dificultaría adaptarnos a una nueva forma de hablar
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