miércoles, 7 de septiembre de 2011

domingo, 4 de septiembre de 2011

Material de apoyo para El Principito

Enlace para trabajar con El Principito:
Los personajes están analizados en: http://contraejemplo.es/2009/04/15/el-principito/?58,45
Los dibujos del libro están en: http://deji.chez.com/commun/dessins.htm?38,43
Y hay mucho material (y muy bueno) en: http://www.tinglado.net/?id=el-principito

jueves, 28 de julio de 2011

Cuestionario sobre un libro elegido por el alumno

Los alumnos de 1º ESB han seleccionado un libro de la biblioteca, la única condición que se le daba es que fuera de ficción.
Este es el cuestionario que tienen que responder sobre él:

Ficha técnica del libro elegido:
1. Título y autor.
2. Datos sobre el ejemplar que han sacado de la biblioteca: editorial, año de publicación, ciudad en la que se publicó. Si es una obra traducida de otro idioma, nombre del traductor.
(El libro que has sacado de la biblioteca tiene en el lomo una etiquetita con una clave, suele estar formada por alguna letra y números, escribe también en este punto, ese código)
Sobre el autor del libro elegido:
3. ¿En qué época vivió? ¿En qué país nació? Fecha del nacimiento y de la muerte (en caso de que haya muerto, claro).
4. Una vez que sepas en qué época vivió, busca información sobre qué movimiento literario o artístico había en esa época.
Sobre el contenido de la obra elegida:
5. ¿Qué tipo de texto es? (narración, teatro, poesía). Si es narración, ¿es una selección de cuentos o es una novela? Si es teatro ¿Es tragedia o es comedia? Razona las respuestas.
6. Señala los personajes principales y los personajes secundarios, distinguiéndolos en dos grupos (uno, para los principales; otro, para los secundarios)
7. Cuenta con tus palabras (en no más de 10 líneas) qué pasa en la obra (recuerda que debe haber una presentación, un nudo y un desenlace).
Sobre la lengua en la obra:
8. Extrae de la obra 10 sustantivos, 10 adjetivos y 10 pronombres. Luego, analízalos (indica qué tipo de sustantivos, adjetivos o pronombres son, tal como lo hemos hecho en clase).
9. Extrae de la obra 15 formas verbales, en modo indicativo, e indica en qué tiempo están. ¿La obra cuenta una historia pasada, presente o futura? ¿Cómo se nota eso en los verbos empleados?
Conclusión:
10. Imagina un final diferente para la obra que has elegido, no debe estar muy ampliado, con unas 10 líneas es suficiente.

Fecha última de entrega: 18 de agosto (jueves). Si lo tienen antes, mejor.

martes, 26 de julio de 2011

El gato negro de E. Allan Poe


(El comentario adjunto ha sido extraído de http://www.galeon.com/letrasperdidas/critica18.htm)
"EL GATO NEGRO" DE EDGAR ALLAN POE (EEUU).
Cuando escuchamos el testimonio de una persona, esperamos algo ceñido a los cánones del diario íntimo. Es decir, no esperamos el parte policial, la descripción de lo acontecido de manera objetiva. Pretendemos escuchar el sentimiento, las sensaciones e imágenes que pasaron por el corazón y la cabeza de la persona cuando los hechos ocurrían. Más aún si se trata asuntos en los cuales esa persona tuvo una participación directa. Creemos que alguien que todavía tiene sentimientos es alguien que todavía tiene salvación. Nuestra "humanidad" queda perfilada bajo el signo de la emoción. La caída, el deterioro de un ser humano que se vuelve una bestia, queda irremediablemente constituido cuando el sujeto ha olvidado sus emociones más humanas, esas que nos abren una reino especial apartándonos de lo animal.
El cuento de Poe es el cuento de la degradación de un hombre. Un lector desatento, esto es, que atienda solamente a lo que un escritor explicita como parte de la trama, se inclinará a afirmar que la causa de esa degradación moral es el alcohol. Por cierto que ese es, sin lugar a dudas, la excusa literaria para dar verosimilitud al comportamiento del personaje. Pero si algo hay de horror en este cuento es el relato impasible de los sucesos, el recuento de "una sucesión de causas y efectos naturales". El verdadero horror no está en lo que es hecho por el personaje, sino en la manera en que se asume lo que fue hecho. Lo que nos enfrenta a un monstruo en este caso es falta de sentimientos frente a lo que fue realizado. El drama profundo de este personaje no está directamente en el orden del hacer, sino en cómo el sujeto parece haber asistido a sus propios actos, como un observador, como algo sin control, como algo natural a la manera de un tick o un suceso totalmente justificable. La ausencia de un contenido moral en la descripción de las acciones constituye el drama moral de este cuento, y en general de los cuentos de Poe. Sí, claro que el personaje dice que se avergüenza, que se estremece al recordar como vació el ojo de su gato con un cortaplumas. Pero se trata de un estremecimiento sin consecuencias, tanto como era un "débil e inestable pensamiento" el que lo asaltó al otro día de cometer ese acto. Sus sentimientos de dolor son meramente conceptuales, abstractos, delgados, sin espesor moral.
Y lo que fascina, tanto como aterroriza, es que el sujeto es plenamente consciente de su tragedia. No en vano dice que no espera "ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar". Extraña y familiar, he ahí dos calificativos que muestran esa naturalidad horrorosa con que los crímenes serán cometidos y no podrán ser explicados cabalmente. Tanto así que el personaje debe dejar consignado que no está loco ni se trató de un sueño.
Por lo tanto esta confesión no tiene otra virtud que la de aliviar el alma. Pero cuidado, no estamos en la época de Platón. Los griegos, creyentes de una unidad sustancial en todo el género humano (y en cualquier otra forma individuada de una sustancia) podían pensar que la filosofía era un diálogo del alma consigo misma, como bellamente la definió el más recordado de los discípulos de Sócrates. Nosotros (y en esto somos contemporáneos de Poe) no vemos en el otro sino una alteridad radical. Por lo tanto al confesarnos públicamente no estamos descubriendo, sino haciendo público algo que ya se ha asumido. El personaje de este cuento no se vuelve consciente de sus actos y de su degradación moral al contarnos lo que nos va a contar, nos cuenta porque ya es consciente de la clase de monstruo en que se ha convertido. Y sólo cuando esa aceptación tuvo lugar ocurre el relato, como forma final de hacer que la imagen pública pueda coincidir con la imagen privada que se tiene de uno mismo.
La confesión no puede tener otra forma que un rosario de causas y efectos naturales puesto que el sujeto no puede realmente comprender cómo han llegado a ocurrir las cosas. Y su no comprensión es parte de ese horror de haber perdido lo que lo ligaba a las mejores tradiciones del género humano. La verdadera tortura que estos hechos le han causado deviene de que le han hecho tener que asumir que pertenecen al orden de lo animal. No hay nada más terrible que asistir a nuestra vida como quien asiste a una película, a algo que ocurre sin control ni reflexión ninguna. No en vano este ha sido un tópico que ha cruzado la literatura constantemente. Me vienen ahora a la mente Kafka y Arlt, por no citar más que dos bellos ejemplos de ese testimonio.
El personaje ha tenido una vida tranquila, sin sobresaltos. Una vida que podemos, sin dudar, considerar de dichosa. Desde niño ha sido tierno, seguramente con una bonita infancia. Su cariño se extendió también hacia los animales llegando a tenerlos de varias especies. No menor en su conteo de su vida afortunada es el de haber encontrado una esposa a la que también le gustaban las mascotas. ¿Por qué, entonces, el hombre persistirá en destruir todo eso? ¿Por qué su ira será mayor tanto con su esposa, a quien asesina, como hacia su gato negro, a quien vacía un ojo, siendo que aquella era la mujer que amaba y éste su amigo y camarada, como él mismo lo llama? Insisto aquí en que señalar el alcohol es solo señalar el mango del cuchillo, no la hoja.
¿Por qué un hombre intenta la aniquilación de aquello que ha sido lo principal de su vida en vez de aferrarse a ello para salir adelante? Esta pregunta pierde de vista lo principal: el sujeto ya no es el mismo. Sí, claro que tiene el mismo nombre, el mismo domicilio y algunos de sus hábitos se mantienen de manera tal que podamos asignar una identidad, poniendo el amor y la aniquilación como parte del mismo personaje. Pero en el fondo, la pregunta confunde identidad civil con identidad psicológica. Desde éste último punto de vista el sujeto no es el mismo y por lo tanto su mujer y su gato ya no son parte de su vida sino signos de una vida pasada, de una vida imposible.
Hay un momento en la degradación, en la caída, en que se siente no que se ha tocado fondo, sino que ya no se puede volver a subir. Ese es el momento en que se sabe que ya no hay marcha atrás, que ya no se puede ser el que se era antes. Y por lo tanto, se llega a odiar a todo lo que pertenece a esa vida anterior, en tanto nos comprueba diariamente que somos indignos de ellas. En definitiva nos obliga a asumir que estamos desheredados de nuestros sueños. Por lo tanto, sólo borrando esos signos podemos tener la esperanza de reconstituir nuestra historia, como una historia de posibilidades. Se trata de borrar la existencia de su mujer y su gato porque le recuerdan permanentemente que ellos son inocentes, que ellos no le han dado motivo alguna de ira o disgusto y en cambio sí él a ellos. Los elimina porque son el espejo inocente donde se refleja su barbarie.
Sin embargo un hombre nunca logra desembarazarse de su pasado, de la identidad que hace que los hechos por él vividos tengan consecuencias que le pertenecen. Así es como el gato que mató deja un sobrenatural signo marcado sobre las paredes que quedaron en pie del incendio de la casa. Pero como no solo nos ligamos a las cosas por el amor, sino también por el odio, el sujeto consigue otro gato que tiene dos particularidades siniestras: le falta un ojo —tal como le faltaría al gato negro que antes mató— y tiene un dibujo blanco que con el tiempo descubre que es el de una horca —objeto con el que matara al primer gato.
Sin embargo aquello que él pretende eliminar se transformará en la causa de su perdición. Y sin duda el factor que mayor papel juega en ello es la soberbia del personaje. Una soberbia que lo había llevado a cometer un crimen atroz con su primer gato, Plutón, porque de esa manera "cometía un pecado mortal" que lo colocaba fuera del alcance "de la misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible". Para quien no puede causar la vida, dar la muerte es convertirse un poco en Dios, y convertirse en Dios es desplazar a Dios, desafiarlo. Tal vez eso ocurre así porque solemos atribuir más la vida a causas biológicas de seres reales, mientras dejamos la muerte como potestad divina.
Será esa misma soberbia la que lo llevará a delatar su crimen, al golpear con el bastón sobre el tabique en la pared tras la cual estaba el cadáver de su esposa. Creyéndose impune no ve ningún peligro en ello, tratando de dejar constancia de su inocencia en los investigadores. Pero ha cometido un descuido y ha emparedado a su mujer junto con el gato sin ojo, el cual al maullar frente al golpe de bastón dado contra la pared que los ocultaba, delata al criminal.
Pero al relatar este evento, el personaje hace que el calificativo de "monstruo" pase de sí mismo al animal. Este pasaje de la adjetivación nos muestra que el calificar de horrendo sus actos era algo sin consecuencias morales, era algo así como el discurso esperado, y por eso inocuo. Sin embargo al decir que el monstruo es el delator abre un complejo sentimiento metafísico de terror. Y ese segundo gato, parece cobrar la forma de ser el primero (al que le quitó un ojo) y el dibujo de la horca sobre su piel es el signo que el personaje dejó sobre el felino. Por lo tanto ahora los dos gatos cobran una identidad mucho mayor que la meramente descripta hasta el momento. Y de alguna manera tienen el valor de instrumento no únicamente de la venganza propia del animal, sino de una especie de venganza divina. No solo se ha descripto dos muertes y una serie de eventos violentos como un sistema de causa efecto, sino que el destino del sujeto se describe ahora en esos términos. Lo "monstruoso" de ese animal emparedado es que es la realización lógica de un destino que el propio individuo causó, inconscientemente. Es la ciega fatalidad del hombre que hace su destino, inconscientemente, de manera terrible, lo que da ese último toque de íntimo pavor que parece inundar al personaje. Nuevamente quien narra ve la persistencia de los signos del destino, y no la causación del destino como un tema de responsabilidad humana. Esa pérdida del personaje de la medida en que un sujeto es artífice de su propia vida es parte de lo terrible del cuento.

JUAN CARLOS VALLEJO
15 de mayo de 2003

domingo, 17 de julio de 2011

Argumento de La fierecilla domada o La doma de la furia



Comedia temprana, escrita hacia 1593, y ubicada en Italia, como la mayoría de las comedias de éxito del momento, a pesar de que invierte el patrón común de la comedia amorosa al basarse no en el amor perseguido por los amantes, sino en la vida conyugal. Su estructura, también original, la componen tres elementos: una introducción, la trama principal (la ‘domesticación’ de Catalina) y la trama secundaria (los pretendientes de Blanca). En la introducción, Cristóbal Sly, un borrachín vagabundo, se queda dormido en una taberna, y es blanco de una burla urdida por un Lord y sus criados, que lo visten de aristócrata e intentan convencerlo de lo que no es. Ya en Padua, las dos tramas nos muestran a Bautista, prohombre local, preocupado por el futuro de sus dos hijas: Blanca, la menor, es dulce y está rodeada de admiradores, pero Bautista no consiente que se case mientras no lo haga la mayor, Catalina, a la que todos rehúyen por su mal genio y su afilada lengua. Petrucho accede a casarse con Catalina y la obra muestra cómo, con su excéntrico comportamiento, va ganándola para su causa. Al final aparecen como verdaderos amantes, mientras que Blanca hereda, hasta cierto punto, la lengua afilada de su hermana.
La fierecilla domada es una obra de espléndida efectividad en escena, pero incómoda en los tiempos actuales por la abierta misoginia que refleja. El parlamento final de Catalina, amoldándose a lo que se espera de ella, es especialmente difícil de digerir, sobre todo después de haberla conocido, en escenas anteriores, como mujer independiente, ingeniosa y de bastante más juicio que todos los demás personajes. Pero si las mujeres no quedan bien paradas en esta comedia, otro tanto sucede con los hombres: a todos los personajes masculinos se les satiriza sin compasión por su obsesión con el dinero (la dote de las hijas de Bautista) y su percepción exagerada del mal carácter de Catalina, quedando así en evidencia lo absurdo de su supremacía sobre las mujeres, así como de la consideración del matrimonio como un mero contrato.
Por otra parte, la introducción tiene la virtud de encuadrar la trama principal dentro de otra anterior y nos sitúa en el contexto del mundo al revés del carnaval y los festivales de Mayo. Desde este punto de vista, es posible leer La fierecilla domada simplemente como una farsa en la que todo está exagerado, y en la que se combina la educación sentimental de Ovidio con un tema tomado del folklore y de tradiciones tan antiguas como la que nos viene de Las mil y una noches.

(Natalia Carbajosa)
(extraído de http://www.elcoloquiodelosperros.net/numero24/hor24na.html )

La doma de la furia o La fierecilla domada

La fierecilla domada - William Shakespeare

viernes, 3 de junio de 2011

Bodas de sangre: el origen de una tragedia

REPORTAJE: El origen de una tragedia
El luto sigue en Níjar
Los novios protagonistas del suceso en el que Lorca basó 'Bodas de sangre' viven todavía
ÁNGELES GARCÍA, - Madrid - 21/07/1985

Todo ocurrió el 22 de julio de 1928 en el Campo de Níjar, en la provincia de Almería. Ya de madrugada, horas antes de que se celebrara la boda, la novia, Francisca Cañada Morales, dejó plantado a su novio, Casimiro Pérez Morales, y huyó con su primo Francisco Montes Cañada a lomos de una mula. En el camino de la Serrata, cuando habían avanzado unos ocho kilómetros, Francisco Montes cayó muerto a tiros. A ella intentaron estrangularla y consiguió salvarse haciéndose la muerta. En 1933, Federico García Lorca publicaba Bodas de sangre. En la famosa tragedia lorquiana, Francisca es la novia; Casimiro, el novio, y Francisco Montes es Leonardo.
Los novios, hoy ya ancianos y enfermos, no volvieron a verse nunca más, pese a vivir a unos 25 kilómetros de distancia: él, con 82 años, en el pueblo pesquero de San José, y ella, de 81, en El Hualix, los terrenos heredados de su padre.
Aunque Lorca respetó el esquema del drama real, del que tuvo conocimiento por los periódicos, existen algunas diferencias entre el suceso y su obra. Mientras que en Bodas de sangre la fuga se produce después de la boda, en la historia real faltan todavía unas horas para la ceremonia, que tendría que celebrarse en la localidad próxima de Fernán Pérez a las tres de la madrugada del día 23 Mientras que Leonardo era un hombre casado, Francisco Montes era soltero, si bien tenía novia En la obra de Lorca, el novio y Leonardo mueren a causa de mutuos navajazos; mientras que en el crimen de Níjar sólo muere el primo de Paquita con tres balazos en la cabeza disparados por Francisco Pérez Pino, hermano de Casimiro, casado con Carmen, hermana de la novia.
La auténtica protagonista del drama, Francisca Cañada Morales, conocida como Paquita la Coja, es una mujer sobre la que se fueron acumulando reveses desde su infancia. Paquita vivía en 1928 en el cortijo de El Fraile, en el que su padre era medianero (el encargado del cultivo de la tierra -trigo, esparto-, que repartía beneficios con el propietario). La madre había muerto 12 años atrás y Paquita tenía tres hermanas y dos hermanos.
Pese a que algunas versiones afirman que la cojera de Paquita fue consecuencia de una poliomielitis, según ha contado su hermana Consuelo al equipo que prepara el Atlas etnográfico del Campo de Níjar, financiado por la Diputación de Almería, la cojera de Paquita ocurrió "cuando siendo niña de cuna el padre le dio un crujido en el culo y le sacó el hueso de la cadera". La niña Paquita tenía entonces pocos meses y lloraba desconsoladamente en la cuna. El padre, para acabar con el llanto, le dio en el culo repetidas veces. La cojera, ya irreversible, se descubrió cuando la cría intentó dar sus primeros pasos y los médicos no pudieron recuperar la pierna de la niña. Paquita quedaba inútil para trabajar en el campo e impedida para desarrollar una vida normal.
Este hecho produjo un fuerte sentimiento de culpa en el padre, Francisco Cañadas, conocido en la zona como el tío Frasco; más aún teniendo en cuenta que en aquellos años un defecto fisico suponía la inutilidad total para el que lo sufría. Paquita, a diferencia de sus hermanas y de las otras chicas de la comarca, en lugar de dedicarse a las duras faenas del campo, aprendió a bordar, a coser y a hacer encajes, actividades que entonces estaban reservadas para las mujeres de un cierto nivel económico. El padre decidió que para ella serían las tierras de El Hualix -el cortijo en el que ahora vive con una sobrina- y que la dotaría con 3.500 pesetas.
De la novia protagonista de Bodas de sangre, el padre en la ficción también destaca esas mismas cualidades manuales de su hija al hablar con la madre del novio: "Hace las migas a las tres, cuando el lucero. No habla nunca; suave como la lana, borda toda clase de bordados y puede cortar una maroma con los dientes".
Fea y coja
Sobre el aspecto físico de Paquita, en el romance que después de suceso creó la gente de la comar ea se dice que era una mujer fea y coja, pero parece que esa fealdad desmesurada de la que hablan los vecinos es más producto de los malos ojos con que se vio el plantón que dio a Casimiro que de su auténtica presencia física. Por la descripción de la gente del lugar se sabe que Paquita, al igual que sus hermanas, era una mujer alta y delgada, morena, de facciones grandes y con los dientes grandes y un poco salidos hacia fuera.
Un vecino de El Hualix, José Arrada, describe a Paquita y a su hermana Carmen como dos mujeres feísimas, a las que ha visto pasar por el camino siempre de luto. José Arrada, mientras trabaja con los abonos, sonríe cuando se refiere a la escasa gracia física de Paquita y su hermana. "Ya digo, parece que hubo interés en la boda, pero que no fue una disputa por una mujer guapa".
El único sí que pronunció Casimiro en la entrevista mantenida con este periódico fue para confirmar la fealdad atribuida a la que fue su novia en el romance que canta el suceso del crimen de Níjar.
Fea o no, todos hablan de ella como de una mujer bastante independiente para la época. El hecho de no tener que trabajar hasta caer fisicamente agotada en las tareas del campo y de tener todo su tiempo para reflexionar aguja en mano también tuvo que influir en un carácter considerado como demasiado liberal por aquel entonces. La tía María, de 69 años, sobrina de la mujer con la que pasados los años se uniría Casimiro, cuenta ahora que Paquita, acompañada de una moza de la casa, se subía en la mula y sola se iba a los bailes, "estando ya apalabrá con Casimiro y cuando éste guardaba luto por su madre. Luego no volvió a salir nunca, ni jamás dio que hablar, pero antes iba de un lado para otro".
Fuera de estas salidas a los bailes, nadie recuerda que Paquita tuviera novio a lo largo de su juventud, ni tampoco nadie se atreve a confirmar que mantuviera encuentros con su primo Francisco Montes Cañada fuera de las tradicionales reuniones familiares.
Boda por interés
Las tierras que poseía el tío Frasco y que heredaría Paquita eran en aquella época un signo de riqueza. Aunque los hermanos de Paquita se aguantaron con que ésta fuera la beneficiaria, una de sus hermanas, Carmen, parece que no tuvo la resignación del resto de la familia. Carmen y su marido, Francisco Pérez Pino, habita ban con sus dos hijos pequeños una de las casitas del cortijo El Jabonero, hoy desaparecido, situado en la carretera de Almería a Níjar. Con ellos vivía Casimiro, un hombre al que todos describen como una gran persona, humilde y un poco inocente. Consuelo, hermana de Carmen y Paquita la Coja, dice que Carmen animó a Casimiro para que se casara con su hermana Paquita, "que va a tener mucho dinero". Con la mediación de Carmen, Casimiro y Paquita se hacen novios. Y Carmen empieza ya a hacer planes para trasladarse al cortijo de El Fraile, el más rico de toda la comarca y en el que se iba a instalar el nuevo matrimonio.
Todos recuerdan que Paquita nunca mostró el menor entusiasmo por su novio. Nadie le vio un detalle de afecto, al contrario, según avanzaba la fecha de la boda, se la veía cada vez más triste y nerviosa.
Pero al margen de los planes de Carmen para participar de la herencia de su hermana, en el cortijo de Los Pipaces vivía una tía de la novia, la madre de Francisco Montes, que pensó que su hijo podría hacer una buena boda casándose con La Coja. A diferencia de la obra de García Lorca, en la que la familia de Leonardo es conocida por su violencia, la gente del Campo de Níjar habla de Francisco Montes como de un muchacho noble, muy guapo, sin demasiada personalidad y muy atado a las faldas y deseos de su madre.
Así las cosas, llegó el día 22 de julio, la víspera de la boda. Casi toda la gente de los cortijos de la comarca había sido invitada. En aquellos años, la celebración de la boda duraba dos días. Los invitados salieron de sus casas, montados en las mulas, al atardecer del día anterior. Pese a que las distancias no son largas, el camino es muy duro, y el calor brutal de la comarca, en la que es dificil cobijarse a la sombra de un árbol, obliga a hacer el viaje cuando el sol deja de apretar.
Desde por la mañana, en el cortijo de El Fraile, rodeado del paisaje casi lunar al que Lorca atribuye un papel decisivo en Bodas de sangre, comenzaron los preparativos para el festejo: se mataron chotos y se prepararon buñuelos para los invitados.
En Los Pipaces, la anciana madre de Paco Montes, que se había negado a asistir a la boda de su sobrina, preparaba también buñuelos, los dulces de harina y miel con los que tradicionalmente se celebraban las bodas. Mientras, en la casa del primo, la madre hacía lo mismo. La tía María recuerda que una vecina entró en la casa y dijo a la madre de Paco Montes: "Chiquilla, ¿qué haces a estas horas?", "Pues mira, que me ha dado la idea de hacer estos buñuelillos, porque no voy a estar de boda ni mucho menos, y además puede que esa boda se celebre aquí". A la vecina, extrañada por la respuesta, le faltó tiempo para contar lo ocurrido a Carmen, la hermana de La Coja. Consuelo, la hermana de ambas, añade que la vieja llegó aún más lejos, asegurando que su hijo se iba a llevar a la novia a su casa esa misma noche.
Las grandes estancias y patios del cortijo de El Fraile se fueron llenando de invitados a lo largo de la tarde del día 22. Carmen, su marido y sus dos hijos, uno de pecho, decidieron hacer el viaje por la noche. Mientras, los invitados comen, beben y cantan, y, no muy tarde, deciden retirarse a dormir. La novia es de los primeros en retirarse; ella y Casimiro tendrán que madrugar para confesar antes de la boda. Casimiro cogió una estera y se fue a dormir con otros invitados a uno de los corrales. A Paco Montes le vieron que entraba y salía de los corrales a la casa, pero nadie dio muestras de pensar en nada raro.
Llegan los invitados
Avanzada la noche, llegaron al cortijo Carmen y su marido. La gente recuerda que entraron preguntando por la novia y que, después de beber y comer, Carmen insistió en que despertaran a La Coja para que saliera de su habitación. Ahí empezó el desconcierto, porque nadie la encontraba por ninguna parte. No obstante, la desazón de La Coja ante una boda no querida por ella debía ser tal que su hermana Consuelo, al no encontrarla, temió que se hubiera suicidado lanzándose a un pozo o se hubiera ahorcado. Carmen, haciendo alarde de una gran sangre fría, llegó a bromear diciendo que la buscaran en la chimenea, que "a lo mejor se ha escondido ahí". Cuando comprueban que también falta el primo, se da la alarma para ir a buscarlos. Ya a esas alturas, empezaron a desatarse las lenguas, y cuentan que más de uno sugirió que fueran a buscarla a la casa de su primo.
Los invitados iniciaron la búsqueda en medio de la noche, y cerca del cortijo, a un kilómetro de distancia aproximadamente, encontraron a la novia. Llevaba las ropas destrozadas y el cuello ensangrentado. Entre sollozos dijo que unos enmascarados habían matado a tiros a su primo y que a ella habían intentado estrangularla, que se había salvado haciéndose la muerta. Al primo le encontraron muerto en la Serrata, a unos 8 kilómetros del cortijo del que huían, en dirección a Los Pipaces.
Como sospechosos de haber cometido el asesinato fueron detenidos Paquita y su padre, el tío Frasco. Los dos permanecieron presos en Níjar durante tres días, bebiendo agua como único alimento. La posibilidad de que Casimiro hubiera participado estuvo siempre descartada, porque en todo momento había estado acompañado por los invitados a la frustrada boda. Paquita no llegó a acusar a nadie durante los interrogatorios, pese a que, según se narra en los diarios de la época, sí reconoció las voces de los que a poco acaban con su vida.
Los culpables no aparecían, y padre e hija seguían presos en Níjar, hasta que Carmen y su marido, Francisco Pérez Pino, se presentaron voluntariamente y se declararon culpables, si bien José declaró que "él no apretó el gatillo del arma, pero que tenía quien lo hiciera, que él no tenía revólver y que habían llevado a otro del que no podían decir el nombre, porque le matarían a él y a su familia". Pérez Pino, al que rápidamente apodaron el Criminal, pasó siete años en la cárcel, de donde salió para morir poco después a consecuencia del tifus. Su mujer, Carmen, estuvo presa 15 meses.
Según se dijo en las sesiones del juicio, cuando Carmen, avisada por la vecina, supo que su hermana Paquita iba a cambiar de planes, decidió buscarla y sorprenderla en su huida. En la búsqueda, los fugitivos fueron sorprendidos escondidos tras unas de las escasas palmeras que hay en el recorrido, y allí se perpetró el crimen. Pese a la sentencia que condenó a Pérez Pino y a su mujer, la gente siguió hablando y especulando. Unos dijeron que fue Carmen la que disparó y la misma que intentó estrangular a su hermana sin participación del marido; otros, que fue un extraño personaje que huyó después al extranjero. "La gente se hartó de hablar y hablar, y todavía hoy siguen cuchicheando", dice la vieja María.
Tragedia familiar
El primo, Francisco Montes Cañada, fue enterrado en el cementerio de Níjar, y durante años no faltaron flores junto a la sepultura. Tampoco faltaron flores en el lugar en el que cayó muerto, en la Cañada Honda, y que estuvo hasta hace poco señalado con un montón de piedrecitas y una cruz de palo.
La tragedia marcó desde entonces la vida de estas familias. Paquita la Coja dejó el cortijo de El Fraile y se fue a vivir con una sobrina a una casita de El Hualix, las tierras heredadas de su padre y ambicionadas por todos. A escasos metros de ella vivió hasta su muerte, ocurrida hace cuatro años, su hermana Carmen, a quien ninguno de la familia volvió a dirigir la palabra casi hasta el final de su vida. La única vez que Paquita y Carmen volvieron a verse ocurrió una vez que Paquita cayó enferma en cama. Pese a la oposición de la sobrina que la cuida, Carmen logró entrar en la habitación de la enferma y allí, sobre la cama, pidió perdón a su hermana. Ésta respondió que la perdonaba, pero que no quería tener trato con ella.
Paquita la Coja ha hecho a lo largo de estos 57 años la misma vida. Encerrada en su casa, sólo ha mantenido breves conversaciones, nunca referidas al suceso, con su sobrina Paquita, que es la persona que la ha cuidado durante todo este tiempo. Los vecinos del cortijo sólo la han visto salir a algún funeral, al que llegaba, rezaba y se volvía a su casa. La casa en la que vive es una típica construcción de la zona con 11 habitaciones blancas. Salvo Paquita (la sobrina), su marido y algún nieto de éstos, nadie más ha visto últimamente a Paquita. Para garantizar su tranquilidad, ocupa una casita pegada al edificio central, con el que se comunica por un pequeño pasillo.
Su reducido entorno siempre ha protegido su silencio, y más ahora, que hace meses que no se mueve de la cama.
La sobrina que siempre la ha cuidado es una mujer acostumbrada a trabajar en el campo y cuyo físico se aproxima al que dan de La Coja cuando era joven. Las mismas facciones grandes y dientes de conejo característicos de la tía los tiene la sobrina, e incluso una nieta de ésta que también lleva el mismo nombre.
El padre de la novia, el tío Frasco, dejó de vivir en el cortijo de El Fraile, y poco después se casó con una mujer de 22 años, con la que tuvo dos hijos. Son muchas las versiones que aseguran que él estaba enterado de la fuga de su hija y que incluso la ayudó a subir a la mula. Sin embargo, después del suceso tampoco mantuvo muchos contactos con Paquita.
Tristeza y soledad
A unos 25 kilómetros de distancia de El Hualix vive Casimiro Pérez Pino, el frustrado novio que nunca volvió a encontrarse con Paquita. Casimiro vive con Josefa Segura, la mujer a la que se unió muchos años después de la tragedia, en una casita blanca a las afueras del pueblecito costero de San José, muy cerca del cabo de Gata. Casimiro y Josefa tienen dos hijos.
Casimiro cuenta en la actualidad 82 años. Siguió trabajando en el campo, y ahora, cuando recibe a los visitantes con los que no contaba y que interrumpen su silencio, dice que está malo, que tiene una úlcera. en el estómago. Está sentado en una silla de mimbre bajo el porche de la vivienda. Lleva unas gafas negras para protegerse de la luz y sus dos brazos están apoyados sobre una garrota de madera.
El anciano Casimiro tiene un aspecto totalmente bonachón. Las arrugas que dibujan su cara son de trazo triste. A través de las oscuras gafas se ven unos ojos que miran hacia el infinito. Su gesto grave no se altera para nada. Solamente en un momento de la conversación responde con un monosílabo afirmativo. El resto del tiempo, su contestación es un reiterativo y casi inaudibe no.
No quiere hablar de lo que le ocurrió en El Fraile. No quiere comentar nada. "Ya está todo dicho". Dice no conocer ni Bodas de sangre ni al poeta granadino, si bien poco después dice que la versión teatral es falsa. Del romance popular en el que se canta el suceso, es su mujer la que aprovecha las largas pausas de su marido para decir que una vez las compraron y que se las leyeron. Al volver a oírlas, mientras que a su mujer se le pone piel de gallina en los brazos, él traga saliva visiblemente emocionado, hasta que en un momento dice: "¡Basta! Ya he oído bastante."
Josefa Segura, mujer dicharachera y simpática, mira al marido con un profundo respeto y pide que no se hable más del asunto. Casi escondiéndose de la mirada del marido, dice que éste nunca ha querido referirse al tema, ni siquiera con ella, que se le deje seguir en silencio.
Si bien Casimiro no ha vuelto a encontrarse con Paquita, Josefa Segura ha narrado que una vez se la encontró en el campo. Cuando ella iba con su hija subida en una mula, una mujer que arrastraba una pierna -ellas no se conocían- la pidió que le permitiera cargar sobre el animal un bulto que llevaba. Josefa ha contado que la mujer le miraba la niña como con envidia y que cruzaron pocas palabras en el trayecto.
Sin embargo, otros vecinos de la zona dicen que, de ser cierto el suceso, ocurriría al revés, ya que Paquita, en sus escasas salidas de El Hualix, siempre iba sobre su mula y que jamás nadie la ha visto andando por los campos". La misma tía María, claramente partidaria del novio, dice que a La Coja nunca volvió a vérsela ni en bailes ni en parte alguna, y que nadie tuvo que decir nada de su comportamiento.
A poca distancia de la vivienda de Casimiro, cerca de la entrada de San José, viven los que iban a ser los padrinos de la boda: María Jiménez Pérez y Juan Andrés Segura Molina. Ella es sobrina de Casimiro y quiere que sea su tío el único que hable de lo ocurrido, "porque los huesos de los muertos ya se los han comido los gusanos y no hay que remover todo esto. Bastante daño nos hizo a todos".
Del mismo daño y sufrimiento habla la tía María, una mujer enlutada, como la mayor parte de las viejas de la comarca, con duras huellas del trabajo del campo en el rostro y en las manos. "Perdieron todos, hasta los hijos, que nadie los quería. Yo lo que digo es que eso pasa muchas veces. Entonces y ahora se ha plantao a hombres y a mujeres ya con los muebles de la casa. Pero ella tenía que haberlo hecho antes y no esperar hasta unas horas antes, con todos los invitados en la casa". A todos los familiares se les consideró como si tuvieran la peste. La ruina cayó sobre todos". Cincuenta y siete años después, el luto por el suceso sigue tiñendo el Campo de Níjar.

Bodas de sangre de Federico García Lorca



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La zapatera prodigiosa de Federico García Lorca



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martes, 26 de abril de 2011

Cuento de Ciencia Ficción: El hombre de Plata de Isabel Allende

El Hombre de Plata
Isabel Allende

El Juancho y su perra «Mariposa» hacían el camino de tres kilómetros a la escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío o sol radiante, la pequeña figura de Juancho se recortaba en el camino con la «Mariposa» detrás. Juancho le había puesto ese nombre porque tenía unas grandes orejas voladoras que, miradas a contra luz, la hacían parecer una enorme y torpe mariposa morena. Y también por esa manía que tenía la perra de andar oliendo las flores como un insecto cualquiera.
La «Mariposa» acompañaba a su amo a la escuela, y se sentaba a esperar en la puerta hasta que sonara la campana. Cuando terminaba la clase y se abría la puerta, aparecía un tropel de niños desbandados como ganado despavorido, y la «Mariposa» se sacudía la modorra y comenzaba a buscar a su niño. Oliendo zapatos y piernas de escolares, daba al fin con su Juancho y entonces, moviendo la cola como un ventilador a retropropulsión, emprendía el camino de regreso.
Los días de invierno anochece muy temprano. Cuando hay nubes en la costa y el mar se pone negro, a las cinco de la tarde ya está casi oscuro. Ese era un día así: nublado, medio gris y medio frío, con la lluvia anunciándose y olas con espuma en la cresta.
-Mala se pone la cosa, Mariposa. Hay que apurarse o nos pezca el agua y se nos hace oscuro... A mí la noche por estas soledades me da miedo, Mariposa -decía Juancho, apurando el tranco con sus botas agujereadas y su poncho desteñido.
La perra estaba inquieta. Olía el aire y de repente se ponía a gemir despacito. Llevaba las orejas alertas y la cola tiesa.
-¿Qué te pasa? -le decía Juancho-No te pongas a aullar, perra lesa, mira que vienen las ánimas a penar...
A la vuelta de la loma, cuando había que dejar la carretera y meterse por el sendero de tierra que llevaba cruzando los potreros hasta la casa, la Mariposa se puso insoportable, sentándose en el suelo a gemir como si le hubieran pisado la cola. Juancho era un niño campesino, y había aprendido desde niño a respetar los cambios de humor de los animales. Cuando vio la inquietud de su perra, se le pusieron los pelos de punta.
-¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay... ¡Tengo miedo, Mariposa!
El niño miraba a su alrededor asustado. No se veía a nadie. Potreros silenciosos en el gris espeso del atardecer invernal. El murmullo lejano del mar y esa soledad del campo chileno.
Temblando de miedo, pero apurado en vista de que la noche se venía encima, Juancho echó a correr por el sendero, con el bolsón golpeándole las piernas y el poncho medio enredado. De mala gana, la Mariposa salió trotando detrás.
Y entonces, cuando iban llegando a la encina torcida, en la mitad del potrero grande, lo vieron.
Era un enorme plato metálico suspendido a dos metros del suelo, perfectamente inmóvil. No tenía puertas ni ventanas: solamente tres orificios brillantes que parecían focos, de donde salía un leve resplandor anaranjado. El campo estaba en silencio... no se oía el ruido de un motor ni se agitaba el viento alrededor de la extraña máquina.
El niño y la perra se detuvieron con los ojos desorbitados. Miraban el extraño artefacto circular detenido en el espacio, tan cerca y tan misterioso, sin comprender lo que veían.
El primer impulso, cuando se recuperaron, fue echar a correr a todo lo que daban. Pero la curiosidad de un niño y la lealtad de un perro son más fuertes que el miedo. Paso a paso, el niño y el perro se aproximaron, como hipnotizados, al platillo volador que descansaba junto a la copa de la encina.
Cuando estaban a quince metros del plato, uno de los rayos anaranjados cambió de color, tornándose de un azul muy intenso. Un silbido agudo cruzó el aire y quedó vibrando en las ramas de la encina. La Mariposa cayó al suelo como muerta, y el niño se tapó los oídos con las manos. Cuando el silbido se detuvo, Juancho quedó tambaleándose como borracho.
En la semi-oscuridad del anochecer, vio acercarse un objeto brillante. Sus ojos se abrieron como dos huevos fritos cuando vio lo que avanzaba: era un Hombre de Plata. Muy poco más grande que el niño, enteramente plateado, como si estuviera vestido en papel de aluminio, y una cabeza redonda sin boca, nariz ni orejas, pero con dos inmensos ojos que parecían anteojos de hombre-rana.
Juancho trató de huir, pero no pudo mover ni un músculo. Su cuerpo estaba paralizado, como si lo hubieran amarrado con hilos invisibles. Aterrorizado, cubierto de sudor frío y con un grito de pavor atascado en la garganta, Juancho vio acercarse al Hombre de Plata, que avanzaba muy lentamente, flotando a treinta centímetros del suelo.
Juancho no sintió la voz del Hombre de Plata, pero de alguna manera supo que él le estaba hablando. Era como si estuviera adivinando sus palabras, o como si las hubiera soñado y sólo las estuviera recordando.
-Amigo... Amigo... Soy amigo... no temas, no tengas miedo, soy tu amigo...
Poquito a poco el susto fue abandonando al niño. Vio acercarse al Hombre de Plata, lo vio agacharse y levantar con cuidado y sin esfuerzo a la inconsciente Mariposa, y llegar a su lado con la perra en vilo.
-Amigo... Soy tu amigo... No tengas miedo, no voy a hacerte daño... Soy tu amigo y quiero conocerte... Vengo de lejos, no soy de este planeta... Vengo del espacio... Quiero conocerte solamente...
Las palabras sin voz del Hombre de Plata se metieron sin ruido en la cabeza de Juancho y el niño perdió todo su temor. Haciendo un esfuerzo pudo mover las piernas. El extraño hombrecito plateado estiró una mano y tocó a Juancho en un brazo.
-Ven conmigo... Subamos a mi nave... Quiero conocerte... Soy tu amigo...
Y Juancho, por supuesto, aceptó la invitación. Dio un paso adelante, siempre con la mano del Hombre de Plata en su brazo, y su cuerpo quedó suspendido a unos centímetros del suelo. Estaba pisando el brillo azul que salía del platillo volador, y vio que sin ningún esfuerzo avanzaba con su nuevo amigo y la Mariposa por el rayo, hasta la nave.
Entró a la nave sin que se abrieran puertas. Sintió como si «pasara» a través de las paredes y se encontrara despertando de a poco en el interior de un túnel grande, silencioso, lleno de luz y tibieza.
Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco tenía la sensación de estar flotando.
-Soy de otro planeta... Vengo a conocer la Tierra... Descendí aquí porque parecía un lugar solitario... Pero estoy contento de haberte encontrado... Estoy contento de conocerte... Soy tu amigo...
Así sentía Juancho que le hablaba sin palabras el Hombre de Plata. La Mariposa seguía como muerta, flotando dulcemente en un colchón de luz.
-Soy Juancho Soto. Soy del Fundo La Ensenada. Mi papá es Juan Soto ¾dijo el niño en un murmullo, pero su voz se escuchó profunda y llena de eco, rebotando en el túnel brillante donde se encontraba.
El Hombre de Plata condujo al niño a través del túnel y pronto se encontró en una habitación circular, amplia y bien iluminada, casi sin muebles ni aparatos. Parecía vacía, aunque llena de misteriosos botones y minúsculas pantallas.
-Este es un platillo volador de verdad -dijo Juancho, mirando a su alrededor.
-Sí... Yo quiero conocerte para llevarme una imagen tuya a mi mundo... Pero no quiero asustarte... No quiero que los hombres nos conozcan, porque todavía no están preparados para recibirnos... -decía silenciosamente el Hombre de Plata.
-Yo quiero irme contigo a tu mundo, si quieres llevarme con la Mariposa -dijo Juancho, temblando un poco, pero lleno de curiosidad.
-No puedo llevarte conmigo... Tu cuerpo no resistiría el viaje... Pero quiero llevarme una imagen completa de ti... Déjame estudiarte y conocerte. No voy a hacerte daño. Duérmete tranquilo... No tengas miedo... Duérmete para que yo pueda conocerte...
Juancho sintió un sueño profundo y pesado subirle desde la planta de los pies y, sin esfuerzo alguno, cayó profundamente dormido.
El niño despertó cuando una gota de agua le mojaba la cara. Estaba oscuro y comenzaba a llover. La sombra de la encina se distinguía apenas en la noche, y tenía frío, a pesar del calor que le transmitía la Mariposa dormida debajo de su poncho. Vio que estaba descalzo.
-Mariposa! ¡Nos quedamos dormidos! Soñé con... ¡No! ¡No lo soñé! Es cierto, tiene que ser cierto que conocí al Hombre de Plata y estuve en el Platillo Volador -miró a su alrededor, buscando la sombra de la misteriosa nave, pero no vio más que nubes negras. La perra despertó también, se sacudió, miró a su alrededor espantada, y echó a correr en dirección a la luz lejana de la casa de los Soto. Juancho la siguió también, sin pararse a buscar sus viejas botas de agua, y chapoteando en el barro, corrió a potrero abierto hasta su casa.
-¡Cabro de moledera! ¡Adonde te habías metido! -gritó su madre cuando lo vio entrar, enarbolando la cuchara de palo de la cocina sobre la cabeza del niño. ¿Y tus zapatillas de goma? ¡A pata pelada y en la lluvia!
-Andaba en el potrero, cerca de la encina, cuando..., ¡Ay, no me pegue mamita!..., cuando vi al Hombre de Plata y el platillo flotando en el aire, sin alas...
-Ya mujer, déjalo. El cabro se durmió y estuvo soñando. Mañana buscará los zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y a la cama! Mañana hay que madrugar -dijo el padre.
Al día siguiente salieron Juancho y su padre a buscar leña.
-Mira hijo... ¿Quién habrá prendido fuego cerca de la encina? Está todo este pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego ni sentí olor a humo... Hicieron una fogata redondita y pareja, como una rueda grande -dijo Juan Soto, examinando el suelo, extrañado.
El pasto se veía chamuscado y la tierra oscura, como si estuviera cubierta de ceniza. El lugar quemado estaba unos centímetros más bajo que el nivel del potrero, como si un peso enorme se hubiera posado sobre la tierra blanda.
Juancho y la Mariposa se acercaron cuidadosamente. El niño buscó en el suelo, escarbando la tierra con un palo.
-¿Qué buscas? -preguntó su padre.
-Mis botas, taita... Pero parece que se las llevó el Hombre de Plata.
El niño sonrió, la perra movió el rabo y Juan Soto se rascó la cabeza extrañado.

Cuento Ciencia Ficción: El asesino de Ray Bradbury

«El asesino» de Ray Bradbury

La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La viuda alegre. Otra puerta: La siesta de un fauno. Una tercera: Bésame otra vez. Dobló en un corredor. La danza de las espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño, todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio.
La radio pulsera zumbó.
-¿Sí?
-Es Lee, papá. No olvides mi regalo.
-Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
-No quería que te olvidases, papá- dijo la radio pulsera.
Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos. El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas, Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso:
-El prisionero en la cámara de entrevistas número nueve.
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas.
-Lárguese-dijo el prisionero, sonriendo.
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes.
-Estoy aquí para ayudarlo- dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió.
-Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés.
Violento, pensó el doctor.
El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave.
-No, sólo con las máquinas que chillan y chillan.
En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta.
-¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino?
Brock asintió agradablemente.
-Antes de empezar.-Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor- . Es mejor así.
El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato.
-Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.
-No me importa-sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa!
El hombre tarareó.
-¿Empezamos?-dijo el psiquiatra.
-Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor.
-Mmm-dijo el psiquiatra.
-Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso.
-Linda imagen.
-Gracias, siempre soñé con ser escritor.
-¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?
-Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de no fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera del hecho que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibuses que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? «¡Hola, hola!» Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: «¿Dónde estás ahora, querido?», y un amigo me llama y dice: «¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo...» Y un desconocido me llama y grita: «Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?» ¡Bueno!
-¿Cómo se sentía durante la semana?
-Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.
-¿Qué fue?
-Eché un vaso de agua en el intercomunicador. El psiquiatra anotó en su libreta
-¿Y el sistema se apagó?
-¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión!
-¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?
-¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: «Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted? » En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!
-¿Se sintió mejor aún, eh?
-¡Cada vez mejor!-Brock se frotó las manos- . ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas «conveniencias»? «¿Conveniente para quién?», grité. Conveniente para los amigos. «Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hills. Acabo de abrir una botella de whisky, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pens&;eacute ; que te gustaría saberlo, Al!» Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: «Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño.» «Muy bien, Brock, ¡rápido!» «Brock, ¿por qué tarda tanto?» «Lo siento, señor.» «Que no se repita, Brock.» «¡No,señor!» ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.
-¿Tuvo alguna razón especial para echar helado de chocolate en el aparato?
Brock pensó un momento y sonrió.
-Es mi helado favorito.
-Oh-dijo el doctor.
-Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
-¿Y por qué echar helado en la radio?
-Hacía calor.
El doctor calló un momento.
-¿Y qué vino luego?
-Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto codeando todo el día. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.
-Parece que le gusta mucho el helado.
-Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!
-Continúe.
-Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: «Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una.» Un marido maldecía: «Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!» Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento..., ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques de Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!
-¿Se lo llevó la policía?
-El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos, mujeres habían perdido contacto on la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén.
-Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo,estamos en una democracia.
-Y yo-dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron, todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar.
-Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda.
-Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y «mantenerse en contacto» es agradable, piensan que mucha música y mucho «contacto» será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa.
-¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?
-Es semánticamente exacto. Había que enmudecerla. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco más grande que un dedal, con cocinas que dicen: «Soy una torta de durazno, y estoy a punto» o «Soy un escogido trozo de carne asada, ¡sácame!», y otras cosas semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa queapenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: «¡Tiene los pies embarrados, señor!» Y el galgo de una válvula de vacío electrónica que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo!
-Cálmese-sugirió el psiquiatra.
-¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: «¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!» Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a lacocina, donde el horno lloriqueaba: «¡Apáguenme!» En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: «¡Un corto circuito!» Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león soñoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre volviendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy!
Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.
-¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro?
-Lo haría otra vez, que Dios me proteja.
El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.
-¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?
-Esto es sólo el comienzo-dijo el señor Brock- . Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia!
-Mmm.
El psiquiatra parecía pensativo.
-Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertirse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre «La vida moderna»,dijeron. «Tensión», dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Una alza repentina en las ventas de helado de chocolate!
-Entiendo-dijo el psiquiatra.
-¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses?
-Sí- dijo el psiquiatra en voz baja. -No se preocupe por mí- dijo el señor Brock incorporándose- . Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas.
-Mmm-dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.
-Saludos-dijo el señor Brock.
-Sí- dijo el psiquiatra.
Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, E1 paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una mantis religiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz llegó desde el cielo raso:
-¿Doctor?
-Acabo de terminar con Brock.
-¿Diagnóstico?
-Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.
-¿Pronóstico?
-Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible.
Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz robada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera...

Ciencia Ficción: Dragón de Ray Bradbury

CIENCIA FICCIÓN
Dragón (Ray Bradbury)


La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
-¡No, idiota, nos delatarás!
-¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
-Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
-¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
-¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
-¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
-¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
-Ah... -el segundo hombre suspiró-. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
-¡Suficiente, te digo!
-¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.
-Novecientos años después de Navidad.
-No, no -murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados-. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
-¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
-¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
-Mira... -murmuró el primer hombre-. Oh, mira, allá.
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
-¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
-¡Pasará por aquí!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballos.
-¡Señor!
-Sí; invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.
-¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
-¿Viste? -gritó una voz-. ¿No te lo había dicho?
-¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
-¿Vas a detenerte?
-Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.
-Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo dividió la niebla.
-Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.
FIN

Cuento policial: Julieta y el Mago de M. Peyrou

Julieta Y El Mago (Manuel Peyrou)

EL mago Fang no se llamaba Fang, sino Prudencio Gómez. Era hijo del general Ignacio Gómez y nieto y bisnieto, respectivamente, del coronel y del sargento mayor del mismo nombre. Su tío, el general Carballido, era uno de los siete contusos de la batalla del Arsenal, y su primo, hijo de aquél, viajaba desde hacía años por Europa para curarse de un «surmenage» adquirido durante la campaña de la Sierra. Sería fácil deducir de esto que los militares, antiguos y contemporáneos, constituían el único orgullo de la familia Gómez; sería fácil, pero incorrecto, porque también contaba con curas en número suficiente para reforzar su vanidad.
La vida del niño Prudencio Gómez se dividió entre el asombro de los desfiles militares y la práctica de la religión. Ayudaba a la misa en la parroquia de otro de sus tíos, el padre Gómez, famoso por lo campechano y liberal. Esta liturgia precoz tuvo indudable importancia en su vida. Era un niño, no creía en símbolos, sino en realidades. Con el tiempo sospechó que todo eso se parecía a la magia, y quiso realizar experimentos más convincentes, con un resultado palpable. Sería alargar la historia (y no hay ningún motivo para ello) relatar las veces que fracasó en su intento de extraer un huevo de gallina de la boca del padre Gómez, ante la chanza benévola de éste; o recordar el dramático instante en que casi se asfixia por haber olvidado de pronto el sistema —aprendido por correspondencia— de salir de un baúl herméticamente cerrado. Es mejor llegar al día en que, convertido en Fang, debuta en su ciudad natal ante un público asombrado y entusiasta.
Prudencio era de piel cetrina, de ojos ligeramente almendrados y de nariz pequeña; unos toques elementales de maquillaje lo convirtieron en un chino aceptable. No sabemos por qué prefirió esa nacionalidad; imaginó, sin duda, que una pequeña farsa, sobre una mayor, ayuda a confundir al público, y que siempre es bueno disfrazar lo increíble.
A la muerte del padre Gómez heredó el equivalente en pesos de cinco mil dólares, depositados en la sucursal del Banco de Santa Fe; con inspiración profesional invirtió una suma grande en kimonos, pantallas, biombos y utensilios de bambú. Cuando desembarcó en Londres, todo el mundo admitió que llegaba de Shanghai. Trabajó durante años en los music-halls de Inglaterra y Escocia, y en 1930, perfeccionados sus trucos, apareció en el Palace, de París.
En París empieza el drama que nos interesa. En un teatro de Montmartre trabajaba el Grand Dupré, ilusionista, con su mujer, La Belle Juliette.
La Belle Juliette fue en su tarde de descanso a ver a Fang, y el destino del Grand Dupré quedó sellado: todo su poder de ilusionista no bastó a romper el biológico encanto tejido por pequeñas glándulas, que se unieron para hacer latir más aceleradamente el versátil corazón de esa mujer. Un día de diciembre, Julieta se despidió de su amigo y se embarcó con Fang hacia Sudamérica. El aditamento de una mujer hermosa mejoró la apariencia y el efecto general del espectáculo; pero la pasión de Julieta duró poco. Cuando descubrió que Fang no era chino sufrió un ataque de furor y de vesánica exaltación. En realidad, no hacía hincapié en que no fuera chino; no le perdonaba que fuera sudamericano. Pero Fang se dio cuenta de que la discriminación racial era un pretexto de Julieta. La verdad era que ella había sobreestimado las ganancias posibles del mago. El dinero era el patrón sentimental de Julieta. Estaba sometida al último y más servil de los servilismos, según la expresión de Chesterton: el de la riqueza. Encontraba misteriosas cualidades en los poderosos por el mero hecho de serlo; el dinero llevaba implícitas la inteligencia y la simpatía y, a veces, hasta disimulaba el aspecto físico de los hombres.
En 1937 aparece el tercer personaje de esta historia. Por intrigas de Julieta, los ayudantes de Fang lo abandonaron. Puso avisos en los diarios, recurrió a agencias especializadas, probó infinitos postulantes, pero no encontró al hombre dócil y de rápida concepción que necesitaba. Una noche, en un café de la calle Corrientes, fue abordado por un individuo pequeño. «Necesito trabajar —dijo—; soy humilde y fiel.» Esta declaración inverosímil reflejaba la verdad, sin embargo. Además, el hombrecito lo probó con su muerte. Trabajaba de lavacopas en un restaurante de Lavalle y Montevideo. Estaba trastornado, enloquecido por la magia; había gastado los veinte pesos logrados con el empeño de una máquina fotográfica en entradas para ver los trucos de Fang. Además, era cetrino y bajito. Con unos toques ligeros de lápiz y una pátina suave de polvo ocre parecía chino. Se llamaba Venancio Peralta. Fang tuvo una humorada: «Seguirás llamándote Venancio; parecerá el sobrenombre porteño de un chinito.»
Julieta era fría, superficial y astuta. Consideraba que su casamiento con Fang era el fracaso de su vida y se vengaba de él en forma minuciosa. Fang, en cambio, encontró en Venancio devoción y un ayudante práctico y eficiente.
En diciembre de 1940 Fang estaba terminando una temporada en la capital y hacía quince días que había cambiado el programa. Entre los trucos incluidos estaba el muy difundido de escapar en pocos segundos de una bolsa, cerrada y sellada con la intervención del público. Fang era introducido en una bolsa de seda azul; la boca de ésta era cerrada y se colocaban lacres en el lazo y en el nudo. Luego caía sobre Fang una vistosa cortina circular, como una carpa, y al retirarla aparecía el mago liberado, exhibiendo el nudo y los sellos intactos. Las personas del público que habían colaborado en el acto revisaban la bolsa y verificaban el buen estado del cierre.
Aquella noche, tres hombres, dos que estaban con sus mujeres en la platea y otro que ocupaba un palco, subieron a invitación de Julieta, que estaba muy escotada, con traje negro de baile. Fang se sacó el kimono y quedó con pantalón y blusa de seda azul. La bolsa fue exhibida al público y los tres hombres la revisaron detenidamente; no tenía falsas costuras ni agujeros. Fang entró en ella sus piernas y los demás le ayudaron a introducir el cuerpo. Venancio exhibió una cinta y la anudó alrededor de la boca de la bolsa; uno de los hombres vertió lacre sobre el nudo y pusieron un sello. La situación de las personas que rodeaban a Fang era la siguiente: dando la espalda al público estaban los dos espectadores que habían subido en primer término al escenario; luego estaba Venancio; luego, el hombre que había descendido de un palco, y luego, Julieta. Cuando terminaron de colocar el lacre, Venancio dijo: «El pájaro escapó.» Un instante después se llevó la mano al corazón, caminó unos pasos por el escenario y diciendo: «Continúen: bajen el biombo», desapareció entre bastidores. Julieta lo miró como con extrañeza, pero bajó la cortina sobre Fang. A los diez segundos la subió y Fang apareció con la bolsa azul en la mano y saludó al público.
En ese instante salió un hombre corriendo de entre bastidores y gritó algo que no pudo ser comprendido. El telón bajó y hubo un desconcierto en el escenario. Fang, Julieta y los tres hombres del público caminaron consternados hacia el foro y encontraron a Venancio en el suelo. Uno de los hombres dijo que era médico y lo revisó. Tenía un estilete clavado en el corazón. Sus últimas palabras fueron: «No culpen a nadie; yo mismo me maté.»
Se comunicó la novedad al empresario; éste apareció muy sofocado ante el público, anunció que la función quedaba suspendida y pidió calma. Pidió, además, que nadie se retirara. El bombero de guardia corrió a la calle y volvió con un agente, que perdió diez minutos anotando fruslerías en una libreta. Finalmente, apareció un oficial de policía y adoptó las primeras providencias. Las primeras providencias fueron casi exclusivamente llamadas por teléfono en requerimiento de órdenes. Una hora después llegó el doctor Fabián Giménez, juez de instrucción. El doctor Giménez era un hombre de cincuenta años, con las huellas de la buena vida y de la buena bebida, displicente y resignado a las molestias de su cargo. Lo habían sacado de una comida en el Círculo de Armas y maldecía moderadamente al criminal que elegía semejante hora para su atrocidad. Llegó acompañado de su secretario, el joven doctor García Garrido.
Los tres hombres que habían subido al escenario a requerimiento de Julieta eran el doctor Ángel Cóppola, médico de un hospital municipal; Manuel Gómez Terry, escribano sin registro, y Máximo Lilienfeld, periodista. El doctor Cóppola era un hombre grueso, con esa elegancia envarada de los que parecen recién salidos de la sastrería; tenía el pelo blanco, pero su rostro era joven y bien rasurado. Hizo una rápida exhibición de conocimientos científicos y dejó apabullado a Gómez Terry, que sólo sabía de folios, medianeras, particiones y escrituras, además de fútbol. Durante su conversación fueron observados con cierta ironía por Lilienfeld, que era bajo, delgado, rubio, de pestañas casi blancas y estaba vestido con ropa de confección. En un momento dado el doctor Cóppola se preguntó con extrañeza cómo ese hombrecillo insignificante ocupaba tan orondo un palco avant-scène; ignoraba que era periodista.
El doctor Giménez tomó declaraciones a todo el mundo, las cuales fueron resumidas y anotadas por el doctor García Garrido. El espectáculo se había desarrollado en forma rutinaria, salvo en dos aspectos: la posición de Venancio y Julieta en el momento de sellar la bolsa y la frase del primero pocos segundos antes de sentirse herido. Según uno de los hombres de la compañía, para facilitar el trabajo, Venancio ocupaba siempre el mismo sitio, hacia la derecha del escenario, y Julieta se colocaba en el lado opuesto, hacia el centro del mismo. Si en esta ocasión hubieran ocupado sus sitios habituales, el orden hubiera sido el siguiente: Cóppola y Gómez Terry, en primer lugar, dando la espalda al público; luego, rodeando a Fang, Julieta, Lilienfeld y, finalmente, Venancio. En cambio, el orden fue el que ya hemos indicado: primero el médico y el escribano; luego, por la izquierda de ambos, Venancio; luego, Lilienfeld, y en último término, Julieta.
Fang había pedido permiso para retirarse a su camarín, alegando estar afectado por la muerte de su ayudante y amigo; allí fue a buscarle el doctor Giménez, constituyendo un improvisado despacho entre kimonos de seda floreada, espadas sin filo, palomas ambulantes y varias gallinas. El asesinato de Venancio había introducido el desorden en la compañía; impasible, Julieta se ocupaba con afectación de su traje y de su arreglo personal. El doctor García Garrido, humillado por tener que escribir sobre un biombo, la miraba con sofocado interés.
El doctor Cóppola, con pomposidad científica, tomó la palabra y dijo:
—Le sugiero, señor juez, que observe este detalle...
Era de los que dicen a cada rato «le sugiero» sin emplear el tono de sugerencia. El juez lo escuchó pacientemente y ordenó tomar nota de sus palabras. Cóppola decía que, según sus conocimientos científicos, la única forma de que un estilete entrara en el ángulo observado era procediendo en línea recta de la bolsa azul, es decir, de Fang.
El doctor Giménez concedió algún crédito a la sugestión de Cóppola, pues llamó a Fang e inició su interrogatorio. Este se manifestó reticente ante las preguntas relativas a su profesión, lo que es explicable; y empezó a ponerse nervioso cuando notó que una teoría sobre el crimen flotaba en el ámbito del camarín.
—Yo estaba dentro de una bolsa, cerrada y lacrada con intervención del público —dijo Fang en enfático castellano, exento ya de matices chinos.
El doctor Giménez exigió la presentación de la bolsa, y un ayudante fue a buscarla.
Estaba aún con la cinta anudada en la boca y tenia los sellos intactos. Estos fueron rotos por el juez, con el objeto de practicar una revisión interior. La tela era compacta y no había huellas de haber sido perforada. Entonces intervino nuevamente el doctor Cóppola.
—Desde mi más tierna infancia —dijo— me ha interesado la magia. Ahora mismo, cargado de trabajo y de responsabilidades, suelo practicar con mis sobrinos y los niños del barrio. Si el señor juez me lo permite, le diré que es completamente inútil revisar esa bolsa.
El juez volvió el rostro y lo miró con extrañeza.
—Queremos saber si hay dentro algún indicio. ¿Por qué no vamos a revisar la bolsa?
—Yo dije esa bolsa —arguyó el doctor con pesada ironía.
—¿Por qué acentúa lo de esa bolsa?
—Porque hay otra.
Fang miró al médico como si quisiera fulminarlo.
—¿Es algo referente al truco empleado? —interrogó el juez.
—Señor juez, yo mismo he hecho este truco varias veces. Hoy vine para estudiar sobre el terreno y corregir algunos defectos. Efectivamente, hay dos bolsas. Cuando Fang se introduce en la que es exhibida al público, lleva en un bolsillo interior otra bolsa idéntica, plegada. Una vez adentro, antes de que su ayudante haya anudado la cinta en la boca de la primera bolsa, Fang saca la segunda de su bolsillo y hace asomar su borde superior, de modo que la cinta rodee éste y no el de la primera. Para esto se requiere la complicidad de un ayudante avezado, que simule facilitar la fiscalización de las personas del público que han subido al escenario, pero que practique por sí mismo esa parte fundamental del truco. Cuando baja la cortina, Fang no tiene más que desprender una bolsa de otra, las que han quedado apenas ligeramente unidas por los bordes, salir de la primera, plegarla rápidamente y guardarla en el bolsillo, y exhibir la segunda al público con los sellos intactos.
—¿Entonces, esta bolsa es la que guardaba inicialmente Fang en su bolsillo?
—Así es —respondió el médico—. Hay que encontrar la otra.
Ante las palabras del médico, Fang hizo un gesto como de una persona sorprendida en un engaño y sacó de su bolsillo la bolsa buscada, entregándola al juez. Este la revisó detenidamente, pero estaba tan libre de indicios como la anterior.
—Puede no ser ésta —dijo el médico—; generalmente estos hombres tienen tres o cuatro repuestos.
El juez ordenó una busca por todos los rincones del teatro. Durante una hora fueron revisados los baúles de Fang, los camarines en todos sus rincones y los decorados, que se amontonaban en el escenario, pero el resultado fue infructuoso.
Además, la seguridad de que Fang utilizaba sólo esas dos bolsas para su truco fue certificada por el empresario, por los obreros del teatro y por Julieta. En ese momento el periodista Lilienfeld habló por primera vez.
—¿Por qué Venancio habrá dicho: «El pájaro escapó»?
Luego agitó sus pestañas casi blancas y se quedó mirando a Fang. Este se adelantó a explicar el motivo.
—Yo no escuché bien la frase —dijo—, pero generalmente Venancio decía algo cuando estaba listo a recibir la punta de la bolsa para anudarla.
—Sí; pero él dijo «el pájaro escapó» cuando la cinta ya estaba atada y sellada...
El juez se había quedado silencioso, con la mirada perdida en lo alto del camarín.
El doctor García Garrido sabía que estaba pensando en la comida del Círculo de Armas, pero los demás creyeron que se concentraba en el misterio del crimen. Al rato pareció reaccionar.
—Hay un hecho importante —dijo el juez—: Venancio Peralta exclamó antes de morir: «No se culpe a nadie; yo mismo me maté.» Esto es atestiguado por los señores Cóppola, Gómez Terry y Máximo Lilienfeld, además de la esposa de Fang. Esto no se puede destruir con nada. No se me escapa que un hombre tiene que estar muy trastornado para clavarse un estilete en pleno escenario. Es espectacular, indica una clara morbosidad, cuya caracterización será motivo de un dictamen científico. Por todo esto creo que no debemos detenernos. Solicito a cada uno de ustedes su palabra de honor de no alejarse de la capital hasta que termine la instrucción del juicio. No veo la necesidad de detener a nadie por el momento.
Fang agradeció efusivamente las palabras del doctor Giménez, y en los ojos melancólicos, ligeramente metálicos de Julieta, brilló una luz, como un rayo furtivo. Todos juraron mantenerse a disposición del juez y éste se despidió y salió seguido de su secretario. El oficial de policía dispuso el traslado del cuerpo de Venancio, de acuerdo con la orden del juez, e inició los trámites complementarios del sumario.
A las tres de la mañana el doctor Cóppola, Manuel Terry y Máximo Lilienfeld se encontraron en la calle. Las esposas de los dos primeros habían esperado en la puerta del teatro y se unieron a ellos. Lilienfeld tenía el estómago vacío y propuso tomar algo. El doctor Cóppola observó al periodista, con aire del que practica un examen científico, y vaciló unos minutos. Creía que Lilienfeld ensayaba hacerle pagar una comida; además, exhibirse en un lugar público con un individuo de las trazas del periodista le resultaba vagamente incómodo. El encuentro, a pocos pasos, de una cervecería alemana, le sacó ese peso de encima; allí no podría encontrarle nadie.
Lilienfeld pidió una cerveza; Gómez Terry, un café, y el doctor Cóppola, una soda. Las mujeres tomaron café. Parecía un concurso de economía. Al rato Lilienfeld pidió otra cerveza y un sandwich. El doctor Cóppola tenía un apetito atroz, pero se contuvo; pensaba que si comía, el periodista aprovecharía para hacerle cargar con la cuenta total.
—Menos mal que fue un suicidio —empezó Gómez Terry, por decir algo.
Lilienfeld pidió otra cerveza y otro sandwich, y mientras masticaba con avidez, en medio de un incansable batir de pestañas, exclamó:
—¡Qué locura! ¡Es seguro que no es suicidio!
—Pero él dijo: «No se culpe a nadie; yo mismo me maté.»
—Por eso mismo —continuó Lilienfeld—. El dijo: «Yo mismo me maté»; es decir, yo cometí un error fatal, yo me busqué esto, yo tengo la culpa, o cualquier otra cosa por el estilo. Nadie ha buscado una relación lógica entre los hechos y las palabras de esta noche.
—Entonces, ¿usted tiene una versión? ¿Por qué no habló? —interrogó el médico con reproche.
—Usted hablaba todo el tiempo y no me dejó ni un resquicio; además el juez me miraba con lástima —dijo Lilienfeld. Pidió otra cerveza, ante la alarma del médico, y continuó—: Hay tres cosas insólitas, que rompen la rutina de esta noche: Venancio dice: «El pájaro escapó», y Fang miente sobre el momento en que escuchó estas palabras. La verdad es que no comprendió bien la frase, pues de ser así, el drama no hubiera ocurrido. En segundo lugar, el orden de las personas que rodeaban a Fang fue alterado a último momento y Julieta ocupó el puesto de Venancio. En tercer término, Venancio dice: «No se culpe a nadie; yo mismo me maté.» La solución es ésta: Fang estaba enloquecido por las injurias de Julieta y proyectó asesinarla. Sin embargo, no podía cometer un crimen común: todo el mundo sabía sus peleas y sería sospechado de inmediato. La única solución consistía en un crimen a la vista de todo el mundo, con una coartada eficaz. Necesitaba un cómplice, del mismo modo que lo necesitaba para sus trucos. Venancio era su aliado, prácticamente su esclavo. Acogió con entusiasmo la idea porque su devoción hacia Fang lo llevaba a imitarlo en sus odios y simpatías. Quedaron en que Venancio, después que Fang se introdujera en la bolsa, le pondría un estilete en la mano, por la parte de afuera del género, el que sería fácilmente disimulado en un pliegue del mismo. Hacía años que practicaban el truco y siempre Julieta ocupaba el mismo sitio. En el momento de lacrar la bolsa todos estaban muy cerca de Fang, hasta que terminaba la operación. Este podía calcular exactamente la altura del corazón de Julieta. La mujer intuyó que algo se preparaba contra ella; quizá Venancio demostró excesiva nerviosidad. En el momento en que iba a colocar el lazo, Julieta se deslizó y ocupó su sitio; aquél no pudo hacer otra cosa que ocupar el sitio de la mujer. Para avisar a Fang, dijo: «El pájaro escapó», pero el mago, nervioso por primera vez en un truco, escuchó la voz, pero no entendió el sentido. El pobre Venancio pagó su fidelidad con la muerte.
El doctor Cóppola y Gómez Terry lo miraban por primera vez con respeto.
—Hay que avisar al juez —dijo Cóppola.
—Yo que usted no lo haría; no me gusta meterme en líos con la justicia —repuso Lilienfeld—. Además, Fang está condenado. Julieta sabe que él la quiso matar y lo tiene en su poder. Al pobre no le queda más que el recurso de suicidarse; quizá invente un buen truco para eso.
Ante el asombro de Cóppola y de Gómez Terry, Lilienfeld sacó un flamante billete de cien pesos y llamó al mozo.
Había tomado diez medios litros.
—Discúlpenme, pero tengo que hacer —dijo, pagando la cuenta.
—¿Se va a dormir? —interrogó el médico.
—No; tengo que tomar unas cervezas con un amigo —repuso.

Cuento policial: El envenenador de Sir William (A. Berkeley)

CUENTO POLICIAL
El Envenenador de Sir William (Anthony Berkeley)

Roger Sheringham pensaba, después, que el crimen de los bombones envenenados, como lo llamaron los diarios, era, de todos los asesinatos que conocía, el planeado con más perfección. El 15 de noviembre, a las diez y media de la mañana, según su invariable costumbre, Sir William Anstruther entró en su club, el muy exclusivo Club Arco Iris, y pidió su correspondencia. El portero le entregó tres cartas y un paquete chico. Sir William se acercó a la chimenea encendida en el gran salón para abrirlos.
Pocos minutos después, otro miembro llegó al club, un señor Graham Beresford, que también recogió una carta y un par de circulares, y se acercó a la chimenea, saludando con la cabeza a Sir William, pero sin hablarle. Los dos hombres se conocían apenas, y quizá nunca llegaron a cambiar, en total, una docena de palabras.
Después de dar una ojeada a sus cartas, Sir William abrió el paquete, y lanzó un fuerte gruñido de disgusto. Beresford lo miró, y con otro gruñido Sir William le tendió bruscamente una carta que había sido incluida en el paquete.
Disimulando una sonrisa (pues los modos de Sir William eran tema de bromas para sus consocios), Beresford leyó la carta. Provenía de una gran firma de fabricantes de chocolate, Mason e Hijos, y explicaba que querían lanzar al mercado una nueva marca de bombones de licor, destinados especialmente al gusto masculino. ¿Querría Sir William hacerles el honor de aceptar esa caja de un kilo y comunicar a la firma su sincera opinión sobre esos bombones?
—¿Me toman por una corista? —dijo, humeando de rabia, Sir William—. ¡Testimonios sobre sus chocolates! ¡Esto es intolerable!
—Bueno, a mí tampoco me alegra —lo consoló Beresford—. Me recuerda algo. Mi mujer y yo estuvimos en un palco en el Imperial, anoche. Hacia el final del segundo acto le aposté una caja de bombones, contra cien cigarrillos, que no acertaría con el culpable. Y ganó. Tengo que acordarme de comprarlos. ¿La vio usted: La calavera crujiente? No es mala pieza.
Sir William no la había visto, y lo declaró con fuerza.
—¿Necesita una caja de bombones? —añadió, más suave—. Bueno, tome esta caja. Yo no la quiero.
Cortés, Beresford vaciló por un momento; luego, desgraciadamente para él, aceptó. El dinero que ahorraba así no significaba nada, pues era un hombre rico, pero valía la pena ahorrarse una molestia.
Por una verdadera casualidad, ni la envoltura de la caja ni el rótulo se quemaron; los dos hombres habían arrojado a las llamas los sobres de sus cartas. Sir William había hecho un lío con el hilo, la envoltura y la carta, y lo había entregado, distraídamente, a Beresford, que dejó caer todo dentro del guardafuego. El portero recogió más tarde este lío y, como era un hombre ordenado, lo metió en el canasto de papeles; ahí lo encontró la policía.
De los tres inconscientes protagonistas de la tragedia, Sir William era, sin duda, el más notable. A los cincuenta años, con su llameante cara roja y su figura altiva, era un típico señor rural de la vieja escuela, y tanto sus modales como su lenguaje concordaban con la tradición. Respecto a las mujeres su actitud concordaba también con la tradición de los buenos y audaces aristócratas.
En contraposición con él, Beresford era, en cambio, un hombre común: alto, moreno, no feo, de treinta y dos años, quieto y reservado. Su padre le dejó una buena posición, pero, como el ocio no lo seducía, se dedicaba a los negocios.
El dinero atrae al dinero. Graham Beresford lo heredó, lo produjo y hasta se casó con él: se casó con la hija de un difunto armador de Liverpool, que tenía no menos de medio millón de libras.
Pero el dinero era un incidente, pues Beresford estaba enamorado y se hubiera casado (decían sus amigos) aunque ella no hubiera tenido un cobre. Era una niña alta, de mentalidad seria, muy cultivada, no tan joven como para carecer de carácter, pues tres años antes, cuando se casó, ya había cumplido los veinticinco años. En fin, era la esposa ideal.
Tal vez fuera un poco puritana, pero Beresford, después de su alegre juventud, estaba dispuesto a ser él también un puritano. Para decirlo de una vez, los Beresford habían realizado esa octava maravilla del mundo moderno: un matrimonio feliz. Y entonces cayó, con inexorable tragedia, la caja de los bombones.
Beresford se los dio a su esposa después del almuerzo, durante el café, con alguna broma sobre el pago de las deudas de honor; ella abrió la caja en seguida.
La camada superior parecía contener sólo kirsch y marrasquino. Beresford no quiso echar a perder un buen café, y su mujer comió sola el primer bombón.
Exclamó, sorprendida, que el licor del relleno parecía muy fuerte, y que le quemaba la boca.
Beresford explicó que eran muestras de una nueva marca, y luego, curioso por lo que decía su mujer, tomó también uno. Un gusto ardiente, no intolerable, pero demasiado fuerte para ser placentero, siguió al derrame del líquido, el sabor de almendras le pareció excesivo.
—Son fuertes —dijo—. Deben de contener alcohol puro.
—No les saldrá muy caro —exclamó su mujer, tomando otro—. Son muy fuertes. Sin embargo, creo que me gustan.
Beresford comió otro; le gustó menos aún.
—Basta —dijo con decisión—. Me dejan la lengua dormida. Si fuera tú, no comería más. Deben de tener algo malo.
—Son un experimento, supongo —respondió ella—. Queman. No sé si me gustan o no.
Pocos minutos después, Beresford salió para una cita de negocios, en la City. La dejó investigando si le gustaban o no los bombones, y comiendo para decidirse. Beresford recordaba vívidamente ese trozo de conversación, porque fue la última vez que vio viva a su mujer.
Eso ocurrió, más o menos, a las dos y media de la tarde. A las cuatro menos cuarto Beresford llegó a su club, en un taxi, casi desmayado. El chauffeur y el portero lo ayudaron a entrar, y ambos describieron luego su palidez cadavérica, sus ojos fríos, sus labios lívidos, su piel húmeda y viscosa.
El portero, alarmado en extremo, quiso pedir un médico, pero Beresford, que aborrecía los alborotos, lo rehusó; dijo que sería alguna indigestión y que pasaría en pocos minutos. Cuando el portero se fue; le confió a Sir William:
—Ahora que pienso, creo que son esos bombones infernales que usted me dio. Cuando los probé me pareció que tenían algo raro. Es mejor que vaya a casa y vea si mi mujer…
Se detuvo bruscamente. Su cuerpo, que se recostaba en el sillón, se irguió de repente: sus quijadas se apretaron, los labios lívidos se estiraron en una horrible mueca sardónica y las manos se crisparon en los brazos del sillón. Al mismo tiempo, Sir William percibió un inconfundible olor de almendras amargas.
Sir William, creyendo que el hombre se moría ante sus ojos, llamó a gritos al portero y a un médico. Los otros ocupantes del salón se acercaron de prisa; arreglaron en posición más cómoda el convulso cuerpo del hombre ya inconsciente. Antes que el médico llegara, un mensaje telefónico se recibió en el club. Era de un agitado sirviente que llamaba al señor Graham Beresford, pues la señora Beresford estaba gravemente enferma. En realidad, ya había muerto.
Beresford no murió. Había ingerido menos veneno que su mujer. El médico tuvo tiempo de salvarlo. Después se halló que la dosis que había tomado no era mortal. Hacia las ocho de la noche ya estaba consciente; al día siguiente se reponía poco a poco.
En cuanto a la infortunada señora Beresford, el médico llegó tarde: dejó de existir, en poco tiempo, en un profundo coma.
Se interrogó a Sir William, la carta y la envoltura fueron recuperadas del canasto; aun antes que el enfermo estuviese fuera de peligro, un inspector de investigaciones pedía una entrevista con el gerente de Mason e Hijos.
En esta etapa del asunto, la teoría policial era que, según lo que Sir William y los médicos explicaron, por un acto de negligencia criminal, un obrero de Mason había incluido una cantidad excesiva de aceite de almendras amargas en la mixtura que rellenaba los bombones. Las almendras amargas eran el ingrediente tóxico que los médicos habían encontrado.
Sin embargo, el gerente rechazó esta idea. El aceite de almendras amargas, afirmó, no era usado jamás por la casa Mason.
Tenía novedades más interesantes aún. Habiendo leído con evidente asombro la carta incluida en el paquete, declaró inmediatamente que era una falsificación. Ni tal carta, ni tales muestras habían sido enviadas por la casa; no se trataba, tampoco, de una variedad nueva de bombones de licor. Los bombones fatales eran de un tipo usual.
Desenvolviendo y examinando uno, el gerente llamó la atención del inspector hacia una señal en el lado inferior, que podía ser la huella de un agujerito taladrado en la cubierta y por el cual se había extraído el licor e introducido el letal relleno, tapando luego el agujero con chocolate ablandado; la operación era simple.
El inspector examinó con la lupa el bombón y confirmó la hipótesis. Era evidente que alguien había tratado de asesinar a Sir William Anstruther.
Scotland Yard redobló sus actividades. Los bombones fueron analizados, Sir William fue interrogado de nuevo, y lo fue también el ya consciente Beresford. El médico insistió en que la noticia de la muerte de su esposa no debía comunicarse a Beresford hasta el día siguiente.
No pudo Sir William arrojar ninguna luz sobre el misterio o indicar una sola persona que pudiera tener alguna razón para asesinarlo. Vivía separado de su mujer, que era la principal beneficiaria en su testamento; ella estaba en el sur de Francia, como la policía francesa lo confirmó enseguida.
El análisis evidenció uno o dos hechos interesantes. No era aceite de almendras amargas, sino nitrobencina, sustancia afín, usada principalmente en la manufactura de tinturas, lo que se empleó como veneno. Cada bombón de la camada superior tenía exactamente seis gotas del tóxico, en una mezcla de kirsch y marrasquino. Los bombones de las otras camadas eran inofensivos.
En cuanto a las otras claves, parecían igualmente inútiles. La hoja de papel de carta de la casa Mason fue identificada por la casa impresora Werton, como trabajo suyo; pero se ignoraba cómo había llegado a manos del criminal. Todo lo que podía decirse era que, por tener los bordes muy amarillentos, debía de ser una hoja vieja. Ningún indicio permitió identificar la máquina de escribir que se usó para la carta del papel de envolver en que venía la caja —de calidad ordinaria, con la dirección de Sir William escrita a mano, con letras de imprenta en grandes mayúsculas—, no se deducía sino que el paquete había sido entregado al correo en la oficina de Southampton Street, entre las ocho y media y las nueve y media, la noche anterior.
—Y ahora usted sabe tanto como nosotros, señor Sheringham —concluyó el inspector jefe Moresby—; si usted me dice quién envió esos bombones a Sir William, usted sabe mucho más.
Roger asintió con la cabeza pensativo.
—Es un caso brutal. Ayer encontré a un caballero que estuvo en el colegio con Beresford. No lo conocía mucho, porque mi amigo era de los clásicos, y Beresford de la sección moderna. Dice que Beresford quedó absolutamente hundido por la muerte de su mujer. Ojalá que usted encuentre a quien mandó esos bombones, Moresby.
—No querría otra cosa —dijo Moresby sombríamente.
—Puede ser cualquier persona en el mundo —caviló Roger—. Y, por ejemplo, ¿qué me dice de los celos femeninos? La vida íntima de Sir William no parece inmaculada. Creo que hay mucho de: fuera lo viejo y viva lo nuevo en sus amoríos.
—Hombre, pues es justamente lo que estuve averiguando —repuso el inspector jefe Moresby, con reproche—. Eso fue lo primero que se me ocurrió. Si algo es evidente, es que éste es un crimen de mujer. Sólo una mujer enviaría bombones envenenados a un hombre. Otro hombre pensaría en whisky, o cigarros, o algo así.
—Es un punto de vista sano. Muy sano, por cierto. ¿Sir William no puede ayudar?
—No pudo —dijo Moresby, no sin un dejo de resentimiento— o no quiso. Yo me inclinaba a creer al principio que tendría sus sospechas y estaba escudando a alguna mujer. Ya no pienso así.
—Hum… —Roger no pareció muy seguro—. ¿No es éste un caso de reminiscencia imitativa? ¿No mandó una vez algún loco bombones envenenados al jefe de policía? Un crimen se imita, como usted sabe.
Moresby se iluminó.
—Me hace gracia que usted lo diga, señor Sheringham, pues es la misma conclusión a que llegué. Probé toda otra teoría posible, y, a lo que sé, no hay un alma que pueda tener interés en la vida de Sir William, ya sea por motivos de lucro, venganza o lo que usted quiera, que no haya debido tachar del asunto. En realidad, casi decidí que la persona que mandó eso fue alguna loca, fanática religiosa o social, que probablemente nunca vio a Sir William. Si fuera así —Moresby suspiró—, tengo pocas esperanzas de atraparla.
—Si no interviene el azar, como a menudo sucede —dijo Roger, con ánimo—. Muchos casos se resuelven por un golpe de suerte. El azar vengador sería un excelente título para un film.
Para ser exactos, hay que decir que Roger se inclinaba a admitir la conclusión del inspector: la tentativa de quitar la vida a Sir William Anstruther y el efectivo asesinato de la infortunada señora Beresford debían de ser la obra de algún loco desconocido.
Una semana después, en un encuentro ocasional, el azar determinó que su interés en este asunto pasara de lo académico a lo personal.
Roger estaba en Bold Street, preparado para la deprimente ordalía de comprar un sombrero nuevo. De repente, a lo largo de la calle, vio que la señora Verreker-le-Flemming se le venía encima. Se trataba de una dama pequeñita, exquisita, rica y viuda, que se sentaba a los pies de Roger, cada vez que éste le daba una oportunidad. Ahora habló. Habló y habló. Y Roger, que prefería hablar él mismo, no podía soportarlo.
—¡Oh!, señor Sheringham, cuénteme. En confianza, ¿usted se encargará de este horrible asunto de la muerte de Juana Beresford? Quedé horrorizada, cuando lo supe. Sencillamente horrorizada. Usted sabe, Juana y yo éramos íntimas amigas. Íntimas. Y la cosa tremenda, la cosa en verdad terrible, es que la pobre Juana fue la propia causante de su desgracia. ¿Esto no es abrumador?
Roger ya no trató de escaparse.
—Supongo que es lo que llaman ironía trágica —siguió hablando la señora Verreker-le-Flemming—. Ciertamente fue trágico y nunca oí ironía tan espantosa. Usted sabe la apuesta que hizo con su marido; él tuvo que conseguirle una caja de bombones, y a no ser por eso Sir William no le habría dado los bombones envenenados y se los habría comido él, y adiós. Bueno, señor Sheringham —la señora Verreker-le-Flemming bajó la voz hasta un susurro conspirador, y miró alrededor, en el modo clásico—. Nunca le dije esto a nadie, pero se lo digo a usted, porque sé que lo apreciará: Juana no hacía juego leal. Había visto el drama antes. Fuimos juntas en la primera semana que lo dieron. Ella sabía quién era el culpable.
—¡Santo cielo! —Roger se impresionó tanto como podía desearlo la señora Verreker-le-Flemming—. ¡El azar vengador! ¡Ninguno de nosotros queda inmune de él!
—¿Justicia poética, quiere decir? —gorjeó ella, para quien esas observaciones eran algo oscuras—. Sí, ¡pero Juana Beresford! Esto es lo extraordinario. Nunca hubiera creído yo que Juana fuera capaz de algo así. Era una muchacha tan recta. Poco liberal con el dinero, por supuesto, considerando lo mucho que tenía; pero eso no importa. Claro que sólo fue una broma con su marido; pero yo siempre creía que Juana era una muchacha tan seria, señor Sheringham. Quiero decir: no todo el mundo habla siempre de honor, y de verdad, y hacer juego limpio, y todas las cosas que uno da por admitidas. Pero Juana hablaba. Continuamente decía que tal cosa no era honorable, no era honesta o no era leal. Bueno, ella misma pagó por no jugar lealmente, ¿no es así? Todo demuestra la verdad del viejo dicho.
—¿Qué viejo dicho? —dijo Roger, hipnotizado por ese torrente de palabras.
—Pues que el agua quieta corre hondo. Juana debe haber sido honda, me temo
—suspiró la señora Verreker-le-Flemming—. Es un error social ser hondo, evidentemente. Quiero decir que me engañaba, sin duda. No podía ser tan honorable y sincera, como pretendía, ¿no es verdad? Y no puedo dejar de pensar que una muchacha que engañaba a su marido en una cosita así no dejaría (¡bueno, no quiero decir nada contra la pobre Juana, ahora que está muerta, pobre alma querida!), pero no puede haber sido tan completamente una santa de yeso, después de todo, ¿no es verdad? Quiero decir —dijo la señora Verreker-le-Flemming, agotando de prisa sus insinuaciones— que la psicología me parece tan interesante. ¿No cree usted, señor Sheringham?
—Algunas veces lo es —asintió Roger, gravemente—. Pero usted mencionó a Sir William Anstruther hace un momento. ¿Lo conoce también a él?
—Solía tratarlo —replicó la señora Verreker-le-Flemming, sin especial interés—. ¡Hombre horrible! ¡Siempre corriendo tras una u otra mujer! Cuando se cansa, la larga. A lo menos —añadió la señora Verreker-le-Flemming con cierta prisa— es lo que me han dicho.
—¿Y qué sucede si ella rehúsa que la larguen?
—¡Oh, no lo sé! Supongo que usted oyó lo último.
Roger estaba siguiendo otro orden de ideas.
—¡Qué lástima que usted no estuvo con los Beresford en el Imperial, aquella noche! No habría hecho nunca esa apuesta si usted hubiera estado. Supongo que usted no estaba, ¿no?
Roger parecía muy inocente.
—¿Yo? —interrogó la señora Verreker-le-Flemming, sorprendida—. ¡Dios mío, no! Estaba en la nueva revista, en el Pabellón. Lady Gavelstake tenía un palco y me pidió que me agregara al grupo.
Roger mantuvo resueltamente el resto de la conversación en el tema teatral. Antes de dejar a su amiga, le preguntó si tenía fotografías de Juana Beresford y de Sir William. La señora le prometió prestárselas. En cuanto la dejó, llamó un taxi y dio la dirección de la señora Verreker-le-Flemming. Pensó que era mejor aprovechar la promesa mientras ella no se cobraba con otra charla.
A la mucama no le pareció extraña su misión y lo llevó en seguida a la sala de recibo. Un ángulo de la sala estaba dedicado a las fotografías, en marco de plata, de los amigos de la señora Verreker-le-Flemming; había muchas. Roger las examinó con interés y, finalmente, se llevó no dos sino seis fotografías de Sir William, de la señora Beresford, de dos hombres desconocidos que parecían de la época de Sir William y, por fin, una de la misma señora Verreker-le-Flemming. A Roger le gustaba embrollar sus pistas.
El resto del día estuvo muy ocupado.
Visitó una biblioteca pública, y revisó una obra de consulta; después tomó un taxi y se hizo llevar a las oficinas de la compañía Anglo Oriental de Perfumería, donde preguntó por un señor José Lea Hardwick y pareció muy desconcertado al oír que ese caballero ni era conocido de la casa, ni empleado en ninguna de las sucursales.
Luego se hizo llevar a la casa de Weall y Wilson, la conocida institución que protege los intereses comerciales de particulares y aconseja a sus suscriptores en las inversiones. Aquí se enroló como suscriptor y, explicando que tenía una suma considerable para invertir, llenó uno de los formularios de pedidos de informes, con el encabezamiento de Estrictamente Confidencial.
Luego fue al Club Arco Iris, en Picadilly. Se presentó al portero, como agente de Scotland Yard, y le hizo una serie de preguntas más o menos triviales, relacionadas con la tragedia.
—¿Sir William, creo, no cenó aquí la noche antes? —dijo, finalmente, como al pasar. Roger se equivocaba. Sir William había cenado en el club, como lo hacía unas tres veces por semana.
—¿Pero yo había entendido que no estuvo aquí esa noche? —dijo Roger, lamentándose.
El portero insistió. Recordaba claramente. Así también un mozo de restaurante, que el portero llamó a corroborar.
Sir William había cenado tarde y no había dejado el comedor hasta las nueve, más o menos. Había pasado unas horas allí; el mismo mozo le había servido un whisky y soda en el salón, más tarde.
Roger se retiró. Fue a la papelería Werton.
Buscaba algún nuevo papel de carta, impreso, de una clase muy especial, y a la joven, en el mostrador, le especificó, con prolijidad de detalles aburridos, exactamente lo que quería.
La joven le entregó el libro de muestras y le preguntó si algún estilo de esos le convenía. Roger lo ojeó, observando, gárrulo, que un amigo del que, por casualidad, tenía consigo una foto, le había recomendado la casa Werton.
—Hace unos quince días, creo, mi amigo estuvo aquí la última vez —dijo Roger, sacando la foto—. ¿Lo reconoce?
La joven tomó la foto, sin interés aparente.
—¡Oh, sí recuerdo! Era también por papel de carta, me parece. ¿Así que ése es su amigo? Bueno, éste es un mundo chico. En este renglón vendemos mucho ahora.
Roger volvió a su departamento, a cenar. Luego, inquieto, salió a vagar y llegó a Picadilly. Erró por la plaza, pensando activamente; se detuvo para observar fotografías de la nueva revista en el Pabellón. Se había alejado hasta Jermyn y estaba parado en la entrada del teatro Imperial. Miró los anuncios de La calavera crujiente y vio que empezaba a las ocho y media. En su reloj vio que era veintinueve minutos más tarde. Tenía que emplear la noche de algún modo. Entró.
La mañana siguiente, muy temprano para Roger, visitó a Moresby, en Scotland Yard.
—Moresby —dijo sin preámbulo—, necesito que usted haga algo para mí. ¿Puede encontrarme un chófer de taxi que tomó viaje desde Picadilly Circus o sus cercanías, a las nueve y diez, más o menos, la noche antes del crimen, hasta el Strand, por el final, más o menos, de Southampton Street, y otro chófer que tomó viaje de retorno entre esos puntos?
El resto del día lo pasó buscando una máquina de escribir de ocasión. Exigía una Hamilton número 4. Cuando los vendedores trataban de inducirlo a considerar otras marcas, rehusaba mirarlas, diciendo que un amigo le había recomendado tanto la Hamilton número 4, y que había comprado una hacía tres semanas, más o menos. Quizá la había comprado en este mismo negocio, ¿no? ¿No habían vendido una Hamilton número 4 en los tres últimos meses? ¡Qué raro!
Pero en un negocio habían vendido una Hamilton número 4, dentro del mes último: eso era más raro aún.
A las cuatro y media, Roger volvió a su departamento, para esperar la comunicación de Moresby. A las cinco y media llamó el teléfono.
—Hay catorce chóferes aquí, ensuciando el piso de mi oficina —dijo Moresby con grosería—. ¿Qué debo hacer con ellos?
—Guárdelos hasta que yo llegue —replicó Roger, con dignidad.
La entrevista con los catorce chóferes fue bastante breve, sin embargo. A cada hombre, por turno, Roger le mostró una foto, teniéndola de modo que Moresby no pudiera verla, y preguntaba si reconocía a su pasajero. Sin vacilar, el noveno afirmó que sí.
A una seña de Roger, Moresby los despidió y luego se sentó en su mesa y trató de parecer importante. Roger se sentó sobre la mesa, con aire nada oficial y balanceó sus piernas. Mientras lo hacía, una foto cayó sin ser notada del bolsillo al suelo, con la cara para abajo, bajo la mesa. Moresby la vio pero no la alzó.
—Y ahora, señor Sheringham —dijo—, quizá quiera contarme lo que ha estado haciendo.
—Por cierto, Moresby —dijo Roger, con blandura—. Realmente resolví la cosa, ¿sabe? Aquí está la prueba. —Sacó de su cartera una vieja carta y la dio al inspector jefe.
—¿Esto fue escrito con la misma máquina que la apócrifa carta de Mason, o no?
Moresby la estudió un momento, luego sacó la carta falsificada de una gaveta y comparó las dos minuciosamente.
—Señor Sheringham —dijo sobriamente—, ¿dónde consiguó esto?
—En un negocio de máquinas de ocasión en St. Martin’s Lane. La máquina se vendió a un cliente desconocido, hace un mes. Identificaron al cliente por esa misma foto. Luego de reparada usaron la máquina en la oficina, por un tiempo, para venderla en perfecto orden; me fue fácil obtener una muestra de su trabajo.
—¡Hum! Hasta ahora muy bien —concedió Moresby—. Pero, ¿y el papel de Mason?
—Eso —dijo Roger— se extrajo del muestrario de Werton, de papeles de carta. Adiviné que de ahí provenía por los bordes tan amarillentos. Puedo probar el contacto del criminal con el libro de muestras: falta una hoja que, ciertamente, resultará ser la de la carta.
—Muy bien —dijo Moresby, más cordial.
—En cuanto al chófer del taxi, el criminal tenía una coartada. Usted oyó cómo la destruí. Entre las nueve y diez y las nueve y veinticinco, mientras el paquete era entregado al correo, el asesino se dirigió apresuradamente a esa vecindad, quizá por ómnibus o por subterráneo; volvió en taxi, porque se le hacía tarde.
—¿Y el asesino, señor Sheringham?
—La persona cuya fotografía está en mi bolsillo —dijo, sin bondad, Roger
—¿Quién fue el asesino, pues, señor Sheringham? —repitió Moresby.
—Estaba tan bien planeado… —siguió Roger, como soñando—. Nunca se nos ocurrió que cometíamos el error fundamental que el criminal quería que cometiéramos.
—¿Cuál era ese error? —preguntó Moresby.
—Que el plan había fracasado. Que una persona imprevista había sido muerta. Esto era la belleza del plan. El plan no fracasó. Tuvo un éxito brillante. No fue una persona imprevista la que murió; fue la señalada.
Moresby abrió la boca.
—Pero, ¿cómo ha averiguado eso?
—Desde el principio la señora Beresford fue la presa. Por eso es tan ingenioso el enredo. Todo fue previsto. Era perfectamente natural que Sir William pasara los bombones a Beresford. Fue previsto que buscáramos al criminal entre los asociados de Sir William y no de la muerta. Quizá fue también previsto que el crimen se considerara como obra de una mujer.
Moresby, incapaz de esperar más, levantó la fotografía del suelo.
—¡Santos cielos! Señor Sheringham, ¡usted no quiere insinuar que… el mismo Sir William!
—Quería librarse de la señora. No hay duda de que al principio ella le gustó bastante, aunque siempre fue su dinero lo que él persiguió —continuó Roger—. Pero ella cuidaba demasiado su dinero. Él lo necesitaba, de cualquier modo; ella no cedía. Éste es el móvil; no hay duda. Hice una lista de las firmas en que él tiene intereses y obtuve un informe sobre ellas. Todas están en mala situación. Ya había acabado con su propio dinero y tenía que conseguir más. En cuanto a la nitrobencina, que tanto nos intrigó, es muy sencillo. Yo busqué y hallé que, además de las aplicaciones que usted me dijo, se usa ampliamente en perfumería. Él tiene negocios de perfumería: la Compañía Anglo Oriental. Por eso sabía que es tóxica. Pero no creo que se proveyera ahí. No es tan tonto. Quizá fabricó la sustancia él mismo. Cualquier chico de escuela sabe cómo tratar el benzol con ácido nítrico para obtener nitrobencina.
—Pero —tartamudeó Moresby— Sir William… estuvo en Eton, que es clásico…
—¿Sir William? —dijo Roger cortante—. ¿Quién habla de Sir William? Le dije que la fotografía del criminal estaba en mi bolsillo. —Sacó de un tirón la fotografía y la exhibió al aterrado inspector: —¡Beresford, hombre! ¡Beresford es el asesino de su propia esposa! ¡Beresford, que aún tenía anhelos de una vida más alegre —siguió más suavemente—, no quería a su esposa, sino el dinero! Concibió el plan, previendo toda posible contingencia. Llevando a su mujer al Imperial estableció una coartada fácil, por si alguna vez se sospechara; en el primer intervalo se deslizó fuera del teatro. (Estuve aguantando el primer acto de la horrible pieza, para saber cuándo venía el entreacto.) Luego fue hasta el Strand, dio al correo su paquete y volvió en taxímetro. Tenía diez minutos pero nadie notaría si llegaba al palco un minuto más tarde. El resto es simple —continuó—. Sabía que Sir William iba al club todas las mañanas, a las diez y media, con la regularidad de un reloj; sabía, por certidumbre psicológica, que conseguiría que Sir William le cediera los bombones, si él se lo sugería; sabía que la policía se pondría a la caza de toda clase de falsas pistas, partiendo de Sir William. En cuanto al papel de envoltura y la carta falsificada por él, no las destruyó, pues calculaba alejar la sospecha, dirigirla hacia algún loco anónimo.
—Bueno, es usted muy ingenioso, señor Sheringham —dijo Moresby, con un leve suspiro, pero sin ningún rencor—. Muy ingenioso. ¿Qué le dijo esa dama que le reveló todo en un relámpago?
—No fue tanto lo que me dijo, como lo que oí entre sus palabras. Lo que me contó es que la señora Beresford sabía la solución en esa apuesta; lo que deduje es que, siendo la clase de persona que era, era increíble que hubiera apostado algo sabiendo la solución del enigma. Ergo, no apostó. Ero, no hubo tal apuesta. Ergo, Beresford mintió. Ergo, Beresford quiso conseguir esos bombones por otra razón que la expresada por él. Por supuesto que él no habría dejado a su mujer aquella tarde hasta no haberla visto comer, o de algún modo obligarla a comer, por lo menos seis bombones, dosis más que mortal. Por eso estaba el tóxico en esas dosis meticulosas de seis gotas. Él podría comer un par de ellos, por supuesto. Un golpe maestro.
—Bueno, señor Sheringham, estoy muy agradecido. —Se rascó la cabeza. —El azar vengador, ¿eh? Bueno, le aseguro que hay algo bastante grande que Beresford dejó al azar vengador, señor Sheringham. Suponga que Sir William no le cediera los bombones. Suponga que se los hubiera guardado para él o que se los hubiera dado a una de sus amigas.
Positivamente, Roger mugió. Sentía ya una especie de orgullo personal por Beresford.
—No hubiera tenido ninguna consecuencia que Sir William obrara así. Déle crédito a mi hombre. ¿Usted cree que mandó los bombones envenenados a Sir William? Le mandó bombones inofensivos y yendo a su casa, los cambió por los otros. ¡Qué diablos! No iba desviarse de su propósito para dar ocasiones al azar.
Y Roger añadió:
—Si azar es, realmente, la palabra.