domingo, 12 de abril de 2009

Autobiografía de Alejandro Casona (Agosto, 1962)

Yo soy de una aldea asturiana, una aldea muy pequeña llamada Besullo, perdida en las montañas. Ahora ya no está tan perdida, porque tiene una carretera, que yo no conozco todavía. El Besullo de mis mayores era aldea perdida, pero no en el sentido de Palacio Valdés, sino perdida realmente en el paisaje, en el monte, donde era muy difícil llegar.

Besullo, fundamentalmente, era una aldea de labradores, pastores y herreros. Mi abuelo era herrero; tenía un mazo romano. Se conservan aún algunos mazos romanos en Besullo.

Me imagino cómo estaban ellos, desnudo el torso y machacando y calentando hierro hasta ponerlo al rojo blanco, que casi aúlla cuando lo meten en agua fría.

De niño, una de las cosas que más me impresionaban era el trabajo del herrero. Hoy me parece que si no fuera escritor y me dijeran qué quería ser en la vida, yo no sé… creo que quisiera ser herrero, como era mi abuelo.

Entre las gentes de este Besullo mío había una gran tradición oral de romances viejos, que se están perdiendo mucho. Cuando yo era niño, y tengo bastantes años, esta tradición oral se conservaba muy viva todavía. Aquellas gentes, después de las faenas del campo, se ponían a recitar o a cantar esas viejas melodías, muy lentas y muy extrañas, que yo ahora sé lo que son, claro: romances famosos de los siglos XIV, XV y XVI, con temas de lobos, pastores, príncipes, encantamientos. Sobre todo, dominaban los temas de encantamientos.

La niebla contribuye a que todas las cosas no tengan un límite seguro, sino una esfumatura, para que no se sepa dónde las cosas empiezan y terminan. En una palabra, que no hay distancia. Usted ve un carro muy lejos y resulta que no está tan lejos, que está muy cerca; o ve una cosa muy cerca y luego resulta que está lejos. Cuántas veces nos ha parecido que estábamos a una gran altura y luego comprobamos que es mentira, que ha sido todo efecto de la niebla, y que uno está en un sitio completamente llano. Estas cosas hacen que el carácter asturiano esté en la lírica un poco, como el galaico y el portugués, que son las tres grandes zonas de lirismo de España.

Yo soy de una familia pobre, y los niños aldeanos no tienen juguetes; pero yo tengo un juguete sensacional, fabuloso, en la infancia: un castaño. Era un castaño al que llamaban “La Castañarona”. Cuando se le da el nombre femenino quiere decir allí más grande. Era un castaño… ¡no sé!… No puedo calcular el tamaño. Lo recuerdo tremendamente grande, con el tronco hueco por completo por un rayo, sin ramas. Cabíamos dentro de él siete u ocho niños. Allí jugábamos, subiendo por el tronco, pasando de un brazo a otro. Jugábamos un poco como Peter Pan, un poco como conejos dentro de un árbol. Era prodigioso, porque un día “La Castañarona” era un castillo; otros días, un barco; a veces, un palacio; en ocasiones, un bosque. Siempre, en definitiva, un juguete maravilloso que era muy difícil que un niño de ciudad pudiera tener y nosotros, niños de aldea, poseíamos sin lugar a dudas.

Hemos tenido una bruja, porque en Asturias y en Galicia hay brujas de verdad. Ahora ya no sé; pero cuando yo era chico las había.

A esta mujer todo el mundo la señalaba con el dedo, y se le tenía un poco de miedo, un miedo respetuoso, porque sabía de hierbas y de palabras mágicas. En definitiva, cosas raras con las cuales hacía curaciones o ensalmos. La gente sabía que eso, religiosamente, no estaba muy bien visto y era un poco peligroso; pero, en cambio, era muy útil cuando el cuerpo duele, cuando hay necesidad de un consejo. Los niños la queríamos mucho. Algunos, muy brutos, la tiraban piedras desde lejos para cumplir esa especie de deber que tiene el niño de tirar piedras a los locos y a las gentes que están al margen de lo normal. Y a los perros. De todas las maneras, nosotros la queríamos mucho, y cuando se murió—yo era muy niño—supe que no se la enterraba como a los demás, que había una fórmula distinta para aquella mujer. Creo que se la enterró debajo de un árbol, y esto me dio mucho que pensar.

Estudié el bachillerato en Gijón, mejor dicho, los dos primeros años. Gijón, para mí, fue un descubrimiento sensacional: el mar, la vida urbana, los tranvías.

Yo recuerdo haber ido algunas veces de excursión con los chicos que se escapan hasta el Musel para ver salir los barcos que van a América. ¡Qué lejos estaba yo de pensar que en esos barcos un día tendría yo que ir y estar tanto tiempo en América! Fui muy aficionado al tema de América, porque, como buena familia asturiana, en la mía había mucha gente que había amasado lo que se llama una fortuna en América. Bueno, una fortuna era que volvían con cuatro mil duros y se compraban una casita muy modesta donde vivían hasta que se morían.

En Cuba, en Méjico, en la Argentina, en todos sitios hay gentes de Besullo. En Buenos Aires me ofrecieron una comida los residentes de la aldea de Besullo. Como mi pueblo tiene cuarenta casas, yo esperaba que los residentes en Buenos Aires fueran diez, catorce personas, y resultó que eran como unos quinientos los que asistieron al banquete. Muchos más que los vecinos de Besullo. Eran mis paisanos que habían ido a Buenos Aires y que habían tenido hijos allí. En mi pueblo hay familias de veinte hijos, de los cuales viven en Besullo uno o dos, y los restantes viven en la Argentina. Es asombroso pensar la cantidad de asturianos que hay por esas tierras de América.

Mi padre y mi madre eran maestros los dos. El maestro siempre ha sido entre todos los cargos públicos de España, el peor pagado, de modo que llevaban una vida muy modesta, muy modesta. Lo difícil es que en las circunstancias en que vivían no podían tener una escuela en el mismo sitio juntos. Tenían que vivir obligadamente separados y entonces los chicos teníamos que estar unas veces con papá y otras veces con mamá, como si fuera un matrimonio divorciado.

Pues, como decía, mis padres tenían que separarse para poder ganar más dinero, pero siempre procurando que uno estuviera cerca del otro. Así fueron a Gijón, así fueron a Palencia y a Murcia y, finalmente, a León, el pueblo de mi madre. Porque mi madre era leonesa.

Era la historia, era la geografía, era la literatura lo que más me interesaba. Y ya, en cuanto se trataba de cosas: árboles, metales, fórmulas de triángulos, notaba que me interesaba poco. Necesitaba vida. Y en Gijón empecé a leer.

El primer libro serio, que me deslumbró, fue “La vida es sueño”, de Calderón, que tenía mi padre en una vieja edición. La guardaba como un tesoro, con miedo a que sus hijos la alcanzáramos. Aquel libro me daba la sensación de que debía tener algo prohibido, algo extraño; pero no tenía nada de prohibido. Era, sencillamente, una buena edición que no quería que tocáramos.

Entonces vi teatro por primera vez. Y eso me intranquilizó de un modo terrible, hasta el extremo de que no pude dormir. Había descubierto algo sensacional, un mundo maravilloso, no en el sentido de que pudiera pensar que nunca pertenecería a ese mundo, sino que aquello me parecía mejor que ningún libro de cuentos, mejor que ninguna novela, mejor que nada de lo que había visto en mi vida hasta aquel momento. No había podido ni soñar el descubrimiento del teatro.

Yo viví en Levante cinco años. La mocedad, de los quince hasta los veinte. Cerca de mi casa—vivíamos en la calle de la Acequia—pasaba una acequia por debajo de los balcones, y por eso se entraba por puentes. Allí estaba el viejo teatro Romea. Y en ese viejo teatro Romea, se instaló por entonces, hacia el año 1917, el Conservatorio de Música y Declamación. Un amigo mío, actualmente actor en Madrid, que se llama Antonio Martínez Ferrero, me dijo: “¿Por qué no vienes por el Conservatorio? Estudia Teatro, que te va a gustar.”

El teatro empezó a tentarme como actor. Entonces no pensé en escribir para el teatro, aunque escribía algunas cosas; pero cosas muy pequeñas, cosas que actualmente he olvidado y he roto. La afición a representar sí fue muy fuerte, muy grande, hasta el punto que con ese muchacho que le digo, con Antonio Martínez Ferrero, decidí escaparme un día para dedicarnos los dos al teatro, a ser cómicos. Ya sabíamos nosotros que no nos iban a autorizar en casa, y no hubo más remedio que saltar por la ventana. Nos escapamos juntos, una noche, para San Pedro del Pinatar, donde había una compañía. ¡Horrenda compañía, de esas de la legua! Necesitaban dos muchachos para hacer dos papeles, y nos contrataron. Luego nos dejaron por allí, abandonados, pasando hambre, un hambre feroz. Tuvimos que volver andando a casa; pero esa afición a representar, la afición de actor, me quedó siempre.

Me parece que soy muy mal actor. Muy malo, con seguridad. Dirijo bien, doy bien la réplica a los actores cuando les estoy enseñando a hacer una comedia, pero de eso a interpretarla yo…

En la compañía de Josefina Díaz y Manuel Collado llevábamos veinticinco títulos en el repertorio y las personas justas en la compañía. Un día, en Medellín, uno de los actores hizo el “salto del ángel” en una piscina para realizar una exhibición delante de sus compañeros. La piscina no tenía condiciones de profundidad y el actor se rasgó el cuero cabelludo. Fue un accidente escandaloso y el muchacho no pudo salir a escena hasta doce días después.

Aquella noche de Medellín el teatro estaba vendido. Josefina Díaz y Manuel Collado se miraban sin saber cómo salir del paso. Pensé que había llegado mi momento, “mi oportunidad” como actor; pensé que podía yo resolver el problema que se planteaba y como lo pensé lo hice. Total, que me incluí en el reparto, haciendo una comedia por día.

Llegué a interpretar hasta doce papeles diferentes y quedé muy contento de aquella experiencia.

Yo, enamorado muy joven, quería casarme. El sueldo que tenía entonces era muy chico, insuficiente. Estaba establecida entonces, y supongo que ahora, una remuneración especial para los maestros españoles que desempeñasen su magisterio en sitios lejanos, como Canarias, o difíciles de vivir, como el valle de Arán. Este lugar, para una persona madura y hecha, era muy difícil; pero

cuando se tienen veinticuatro años no hay dificultades de ningún género.

¿Qué más quería yo? Salía en esquí por la ventana. Pasé tres años felices en el valle de Arán. Aquella vida obligadamente en silencio constante me hizo rodearme de libros, permanecer sentado junto a la chimenea con fuego. La casa era confortable y en ella tuve algo tan importante para el estudio como lo es la intimidad.

Primero hice un intento bonito, que fue escribir un teatro para los niños de la escuela. Se llamaba “La Pájara Pinta”. Representábamos unas piezas muy breves, muy sencillas, que no tenían otro objeto que divertir a los chicos y a sus familias.

Cuando terminé “La sirena varada” vine a Madrid varias veces a ver a un empresario y a otro. Era inútil. Ninguno había oído mi nombre, ninguno me conocía. Nadie quería ni leer la obra. “No sirve para nada”, me decían.

Aquel panorama me hizo renunciar un poco a la idea de estrenar. Entonces se me ocurrió enviar la comedia a un catalán que tenía el Teatro Intimo de Barcelona, llamado Adrián Gual, un hombre muy inteligente, muy preocupado de la temperatura del teatro en Europa y en España. Este hombre me escribió inmediatamente y su carta me deslumbró. Me decía en ella que había que estrenar la comedia fuera como fuera.

Cual sería mi sorpresa cuando, poco tiempo después recibí una carta de la Xirgu, que conservo como un tesoro. ¡Ya era bonito recibir una carta de aquella actriz ilustre, nada menos que en el Valle de Arán! Me decía que había leído la obra y que ella se comprometía a estrenar esa comedia. No sabía cuándo. Me anticipaba, no obstante, que cuando hubiera una coyuntura favorable, y que posiblemente sería en el teatro Español de Madrid, para el que venía entonces.

El Premio Lope de Vega significaba entonces, año de 1930, una pequeña fortuna, pues su cuantía en metálico era de 10,000 pesetas. Si la obra era premiada, el estreno obligatorio se hacía en el teatro Español, donde había entonces una de esas compañías excepcionales que es difícil que vuelvan a poder reunirse nunca. La formaban Margarita Xirgu y Enrique Borrás, y tenía como galanes a Pedro López Lagar, Enrique Diosdado y Alitar. Recuerdo como actriz de carácter a la Sánchez Ariño… ¡En fin, una compañía formada con primeras figuras!

Lo recuerdo perfectamente. La otra comedia finalista era de Camón Aznar. Se titulaba “Alejandro Magno” y era un drama histórico. “La sirena varada” pretendía ser una comedia moderna, y creo que lo era. La comedia de Camón Aznar era grandilocuente; una comedia de época. Camón Aznar, profesor universitario importante, culto, me hacía pensar de antemano que el premio iba a ser para él. Por otra parte, y teniendo todos los respetos y cortesías para este ilustre profesor universitario, yo creía que “Alejandro Magno” no era lo que había que hacer en el teatro. En efecto, mi “espía” me dijo que el premio se había concedido a Camón Aznar.

Era angustioso estar nadando y nadando para acabar ahogándose en la orilla. Confieso que lloré. ¡Créanme que me sacudió mucho aquello! Claro que me conformé, diciendo: “¡Qué se le va a hacer!” Estaba cayendo la tarde ya y tomé un tranvía para ir a mi trabajo. De pronto veo al vendedor de periódicos con un ejemplar de “La Voz”. Un señor delante de mí, compra “La Voz”. Alargo el cuello y veo cómo pasa una página, cómo pasa otra, y al doblar así, veo en letras muy grandes: “Premio Lope de Vega: ‘La sirena varada’ de Alejandro Casona”. Agarré el periódico, diciendo al señor: “Perdóneme un momento.” Ni que decir tiene que el señor creyó que yo estaba loco.

No sé cómo me vino la información anterior, ignoro el error que pudo haber, porque en ningún momento se dio el premio a Camón Aznar. El premio me lo habían dado a mí, allí estaba.

La comedia tuvo mucha repercusión fuera de España, porque no habían transcurrido dos meses cuando ya se había estrenado en París y en Roma. De modo que después de tanta angustia, de tanta espera, el teatro se abrió para mí de la noche a la mañana, en un minuto y de par en par. En el término de dos meses el resultado era el siguiente: estreno en el teatro Español de Madrid, París, Roma… ¡Qué más podía esperar!

“Nuestra Natacha” fue un éxito sensacional, no de pureza literaria y poética como “La sirena varada” sino un escándalo público, de grandes ovaciones, de aplausos, de interés, porque venía a renovar una estudiantina, que venía a ser en su momento la estudiantina que había sido en el suyo “La casa de la Troya”. Claro que las cosas habían cambiado. Aquello era una residencia de estudiantes, no una pensión. La comedia estaba hecha de otra manera, pero tenía ese mismo tipo de cosa, de vida estudiantil, muy auténtica. De “Nuestra Natacha” se han escrito muchas tonterías, se ha hecho bandera de acá y de allá. ¡No es bandera!… Además, era simplemente una obra joven, llena de fe. Quizá un poco evangélica, un poco inocente, un poco romántica; pero de cosas muy auténticas y muy verdaderas; donde está el teatro de los estudiantes, la residencia, los problemas de la coeducación, esas especies de penitenciarias que eran los reformatorios… ¡En fin! Todo ello estaba hecho con un nobilísimo afán, no de hacer demagogia ni de buscar ovaciones, sino de tocar una llaga de la pedagogía española, que es evidente que estaba al alcance de todo el mundo y nadie lo había tocado. Y después, fruto de las pasiones del momento, se le dio por unos un carácter… ¡no sé!…

Las Misiones Pedagógicas fueron una fundación del maestro Cossío, cuyo libro sobre El Greco es bien conocido. Era un hombre muy viejo, de setenta y muchos años, cuando yo le traté. Estaba tendido sobre una tabla, con el cuerpo escayolado. Debía de padecer alguna enfermedad de columna vertebral. Estaba como en un potro de tortura; pero que él llevaba con una sonrisa maravillosa, como si no existieran en su cuerpo ni el dolor. Vivió siete u ocho años más. Una de sus creaciones fue el teatro popular. Había millares de aldeas en España que no conocían el teatro, porque no lo habían visto nunca. Don Manuel me decía: “¿Tú no dices que te sacudió el teatro la primera vez que lo viste?” “¿No me contaste que aquella anoche en que viste la primera representación teatral no pudiste dormir?” “A los campesinos debe producirles algo igual. Hay que hacerlo.” Y lo hicimos.

Nuestros muchachos hacían su trabajo un poco misioneramente, evangélicamente, artísticamente, sin ninguna pretensión ni ambición más. No había intención de tipo social, ni nada de prédica política. El teatro de las Misiones Pedagógicas, el teatro del Pueblo, teatro y coro, lo formaban unos cincuenta muchachos y muchachas, estudiantes de las distintas universidades, facultades y escuelas. No cobraban nada, y además, se llevaban la comida de casa. Ha habido mucha gente que creía que iban a divertirse.

“La Barraca” iba a poblaciones castellanas que tenían un teatro un poco decente, un poco sin cultivar, o de malos repertorios. Allí daban Lope bien presentado, modernamente hecho. Nosotros íbamos a llevar el teatro a los campesinos analfabetos que no sabían lo que el teatro era y que, por tanto, lo veían por primera vez. Por esa razón nuestro repertorio tenía que ser forzosamente más simple, piezas cortas con música y pequeñas danzas. Lo difícil era crear este repertorio, que no existía. Así pusimos en escena los “Juicios de Sancho Panza en la ínsula Barataria”, y otras cosas que estábamos seguros que iban a merecer una atención del pueblo, del pueblo auténtico, del pueblo aldeano, del pueblo sin libros, del pueblo virgen al que le llegaba por primera vez el teatro. Hoy habrá llegado ya la radio, el cine, la televisión. Entonces no había llegado todavía eso.

Partíamos entonces de una fórmula exterior que no podía fallar, en principio. Esta consistía en algo tan elemental como sacar a escena hombres y mujeres disfrazados, entre los cuales empezaban a pasar cosas. La gente atendía por una simple curiosidad primaria. Aparte de esto, había una cosa de tradición oral evidente en muchos de esos pueblos, que siempre eran de menos de mil habitantes, pequeñas aldeas.

Una vez vi algo curioso. Un hombrote con la blusa, la rosa en la oreja, la vara en la mano, entra en el teatro como diciendo: “Vamos a ver qué tontería es ésta.” Se sienta y saca el tabaco, que se pone aquí, en el hueco de la mano izquierda, y empieza a quitarle los palos. Luego saca un papel grande, papel del Rey de Espadas, que se coloca en la comisura del labio. En ésto se levanta el telón y empieza la representación de “El dragoncillo” de Calderón de la Barca, que es una pieza divertidísima, una estampa preciosa, que dura unos veinte minutos. Aquel hombre de la blusa clava los ojos en el escenario y sigue elaborando con parsimonia el cigarro, hasta que cae el telón. Cuando cae el telón, hace de pronto como si le hubiera pasado algo y le diera vergüenza. Entonces se apresura a encender el cigarro. Había pasado un momento de suspensión y volvía de otro mundo.

Proyectamos una película documental breve, de un rollo, con tema de mar, en la que se desarrollaba una tormenta imponente. Había un naufragio, un barco en peligro y un salvamento. De pronto, una pobre mujer empezó a llorar allí y le dio un ataque de histeria terrible. Hubo que suspender la proyección. Cuando aquella mujer volvió en sí nos contó que un hijo suyo había ido a América. Para ella hasta aquel momento el mar no era más que una palabra, y de pronto, cuando lo había visto, creía que el hijo estaba pasando aquel naufragio. La anécdota me parece escalofriante.

No fui directamente a Buenos Aires. Yo entonces tenía un contrato para inaugurar un teatro en Méjico. Este contrato era de tres meses y no se cumplió; pero me llamaron por si quería ir con la compañía de Diaz-Collado para hacer tres meses en otro teatro.


Allí hicimos una temporada bastante larga, de casi dos años, por distintos países. Con ese motivo he residido bastante en Méjico, La Habana, Puerto Rico, Colombia, Venezuela… Después, ya por mi cuenta, me fui a Buenos Aires contratado por una empresa. Fue cuando estalló la guerra europea. Me quedé definitivamente en Buenos Aires, hasta ahora. He hecho algunos viajes por Europa también y muchos por América.

En América, durante ese tiempo, he hecho casi exclusivamente teatro, he dado conferencias, he escrito artículos y he trabajado bastante para el cine, casi siempre como guionista o adaptando comedias mías, o adaptando comedias famosas del mundo, como “Casa de muñecas” de Ibsen, y otras originales escritas directamente como guionista.

Tres años seguidos estuvo en cartel “Los árboles mueren de pie” en Buenos Aires. En Buenos Aires era relativamente fácil pasar de las cien representaciones. El éxito empezaba a partir de las doscientas o trescientas.

Ahora nos tienen bastante abandonados. No estamos de moda; pero en aquel momento todavía, el año 1939 y 1940 y hasta el 44 o 45, toda América miraba mucho a lo que se llamaba el meridiano de Madrid. El último estreno de Madrid era comentado en Buenos Aires, de modo que cuando llegué yo, me conocía todo el mundo. Yo era un autor popular. Todas mis comedias estaban representadas. Era como si hubiera vivido allí, como si hubiera estrenado siempre en Buenos Aires. “Nuestra Natacha” se estrenó aquí, y a los ocho días se estrenaba en Buenos Aires.

Tengo que escribir paseándome, saliendo por los jardines y caminando entre pinares, entre árboles que huelan. Así suelen producirse en mí las ideas para una comedia. Después, lo que se llama escribir no me cuesta ningún trabajo. Lo que me cuesta es concebir el tema, enamorarme de él. Hay temas que se pueden hacer y rehacer mil veces; pero yo necesito siempre un tema que me enamore, que crea, aunque sea mentira, que es algo original, que es algo distinto, nuevo, y sobre todo, extraño. Ya entonces tengo muchas limitaciones; pero una vez que he inventado el tema y que lo encuentro, cuando me siento a escribir no me cuesta esfuerzo alguno.

El autor que más me ha sacudido siendo joven ha sido Valle-Inclán, que me parecía maravilloso aunque, a decir verdad, no lo veía muy teatral. Lo veía como lo escribía, muy arbitrariamente, al margen de las necesidades escénicas, como si pensara en que no se representase nunca. Tenía un cúmulo de personajes que es muy difícil que haya en ninguna compañía. Y los cambios de decoración, los efectos… Muchas veces el mismo lenguaje no era de ningún modo el que el público podía tolerar, entonces al menos. Valle-Inclán escribió de espaldas al público y de espaldas a la profesión, con desdén evidente por la gente del teatro. Así y todo, me sigue pareciendo el dramaturgo más importante.

Los críticos todos hablan de mi influencia astur. Hay una interferencia constante del sueño y de la fantasía, de la ternura, de la poesía, del humor, del paisaje de lejanía, de la extrañeza del descubrimiento. Todo lo cual está muy dentro del espíritu de Asturias.

Ahora en España me encuentro, no sé… Como el hijo que ha vuelto a la casa de la madre; me encuentro feliz; me encuentro cómodo; me encuentro cordialísimamente rodeado; francamente a gusto. Y, además, muy equilibradamente el reencuentro conmigo mismo. Es decir, que me encuentro en mi tradición, en mi raza, en mi paisaje, en mi modo de hablar.

Yo, de momento, vuelvo para Buenos Aires, porque tengo establecidos allí muchos contactos, compromisos, trabajos que no pueden romperse de la noche a la mañana, porque son labor de muchos años. Lo que pienso es que voy a ir y a venir muy a menudo de Buenos Aires a Madrid y de aquí a Buenos Aires. A mí me ocurre ahora aquello que decía Rusiñol, que cuando el español va a América y vive un tiempo allí, termina teniendo dos patrias, que son España y América, y después acaba teniendo una sola, que es el barco, porque siempre quiere ir, y cuando ha llegado está deseando volver.

Hay algunos países donde se representan mis obras habitualmente. Yo podría decirle ahora, sin temor a equivocarme, que esta noche se están haciendo dos o tres comedias mías en teatros de Alemania y de otras naciones de Europa. En el año anterior, en la encuesta que se hizo a fin de año de los autores más representados por los estudiantes, por los “amateurs”, por los teatros independientes, eran seis escritores los elegidos, y yo uno de ellos.

La encuesta fue hecha en Francia. En Estados Unidos no se me representó nunca profesionalmente, y sin embargo, lo han hecho habitualmente los teatros estudiantiles y universitarios. En la sección de castellano de las Universidades hay varios libros míos que sirven de texto para estudiar y muy a menudo se representan mis comedias.

Ya conocía a los autores jóvenes españoles. Lo que no había visto era la puesta en escena, porque el teatro no es una literatura fundamentalmente. No es el libro lo que me interesa únicamente, sino eso puesto en pie, con luces, con dirección, con la actriz, con el actor, con el público. Ahí está lo fundamental. La gran aventura del teatro es la muchedumbre. Yo tenía mucho interés en ver el teatro español, no leído, sino visto desde el patio de butacas. De ninguno de los autores que me interesaban he tenido la suerte de ver representar nada en estos días; pero he visto cosas muy interesantes.

De los autores que pudiéramos llamar nuevos, lo que he visto que me haya impresionado más es “La camisa” de Lauro Olmo, que me parece que está bordeando un gran género, todavía sin hacer en España, que es el sainete poético. El sainete se ha hecho muy bien, y el teatro poético también; pero el sainete poético es lo que anda buscando este muchacho, que no sé si está completamente conseguido en “La camisa”, pero que anda muy cerca, por una senda muy firme y muy interesante.

NOTA: entrevista de Casona con Marino Gómez Santos, tal como fue impreso en la sección del Diario Pueblo “Pequeña historia de grandes personajes” con el título de “Alejandro Casona cuenta su vida,” el 15, 16 y 17 de agosto de 1962.

Extraída de http://www.alejandro-casona.com

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