martes, 30 de junio de 2009

Carta de Miguel Cané a José Hernández

Sr. D. José Hernández

Estimado señor:

Hace algún tiempo, bajo el peso de un rudo golpe para mi corazón, recibí un libro suyo. Me fue imposible entonces agradecerle su atención, y estaba en el pesar de esa deuda, cuando me he encontrado con “La vuelta de Martín Fierro”.
Si tuviera el ánimo predispuesto a escribir esas cosas que solo nacen espontáneamente, sin que la voluntad más decidida pueda engendrarlas, habría arrojado sobre el papel más de un reflejo de las impresiones que sus estrofas han despertado en mi alma.
He ensayado y no puedo; quiero, por lo menos en esta desaliñada carta, decirle que he leído su libro, de un solo aliento, sin un momento de cansancio, deteniéndome solo en algunas coplas, iluminadas por un bello pensamiento, casi siempre negligentemente envuelto en incorrecta forma.
Algo que me ha encantado en su estilo, Hernández, es la ausencia absoluta de pretensión por su parte. Hay cierta lealtad delicada en el espíritu del poeta que se impone una forma humilde y que no sale de ella jamás por más que lo aguijoneen las galanuras del estilo. Usted ha hecho versos gauchescos, no como Ascasubi, para hacer reír al hombre culto del lenguaje del gaucho, sino para reflejar en el idioma de éste, su índole, sus pasiones, sus sufrimientos y sus esperanzas, tanto más intensas y sagradas cuanto más cerca están de la naturaleza.
¡Que se han vendido mas de 30 mil ejemplares de su libro, me dice alguien asombrado! Es que los versos de Martín Fierro tienen un objeto, un fin, casi he dicho una misión.
No hay allí la eterna personalidad del poeta, sobreponiéndose en su egoísmo a la palpitación de ese corazón colectivo que se llama humanidad.
Donde hay una masa de hombres, el drama humano es idéntico. En su Martín Fierro se encuentra la misma tristísima poesía, la misma filosofía desolada que en los versos de Caika Mouni, cantados en los albores de la historia humana; o en las estrofas de Leopardi, elevándose en el dintel de nuestro siglo como un presagio funesto para los hombres del porvenir.
Reúnase en una noche tranquila un grupo de gauchos alrededor de un fogón y léaseles, traducido por usted y en versos propios del alcance intelectual de esos hombres, el Otelo de Shakespeare. Tengo la profunda convicción que el espantoso estrago que los celos causan en el alma del Moro, despertará una emoción más grave en el corazón del gaucho, que en el del inglés que oye silencioso la soberbia tragedia, cómodamente arrellanado en su butaca de Queen's Theatre.
Hace bien en cantar para esos desheredados; el goce intelectual no sólo es una necesidad positiva de la vida para los espíritus cultivados, sino también para los hombres que están cerca del estado de naturaleza. Un gaucho debe gozar, al oír recitar las tristes aventuras de Martín Fierro, con igual intensidad que usted o yo con el último canto del Giaour o con las noches de Musset. Y esta secreta adoración que sentimos por esos altísimos poetas, el gaucho la sentirá por usted, que lo ha comprendido, que lo ha amado, que lo ha hecho llorar ante los nobles arranques de su propia naturaleza, tan desconocida para él. No se puede aspirar a una recompensa más dulce.
Lo he dicho al principio y se lo repito: su forma es incorrecta. Pero usted me contestará y con razón, a mi juicio, que esa incorrección está en la naturaleza del estilo adoptado. La corrección no es la belleza, aunque generalmente lo bello es correcto.
En esta estrofa, por ejemplo, habla usted de la mujer, de su alma siempre abierta a la caridad, y agrega:

Yo alabo al Eterno Padre
no porque las hizo bellas,
sino porque a todas ellas
les dio corazón de madre.

Ese verso es de estirpe real, mi amigo. Aunque la estrofa que lo precede y los dos primeros versos de aquélla a la que esa cuarteta pertenece, harían la desesperación de un retórico, la idea salva aquí todo.
Por ahí, al final, en el precioso canto de contrapunto entre Martín Fierro y un negro, encuentro otra perla, que se la transcribo de memoria. Es uno de esos versos que, una vez leídos, se instalan en el recuerdo, al lado de los huéspedes más queridos.

Habla el negro:

Bajo la frente más negra
hay pensamiento y hay vida.
La gente escuche tranquila.
No me hagan ningún reproche
también es negra la noche
y tiene estrellas que brillan.

¿Cuál es el canto de la noche?

La noche por cantos tiene
esos ruidos que uno siente
sin saber de dónde vienen.

Y esta estrofa, que califico de admirable, que bastaría para reconocer un poeta en aquel que la ha escrito, y que al mismo tiempo es una completa sinfonía, imitativa de los vagos rumores de la noche en nuestros campos desiertos:

Son los secretos misterios
que las tinieblas esconden;
son los ecos que responden
a la voz del que da un grito
como un lamento infinito
que viene no sé de dónde,

Y aquí, ante esa belleza, me acuerdo de Estanislao del Campo, que tiene en su Fausto más de una nota arrancada a la misma fibra.
No acabaría de citar, mi amigo; pero basta para manifestarle mi impresión.
Tengo curiosidad de saber qué vida habrá llevado usted para escribir esas cosas tan lindas y tan verdaderas, que no se trazan al resplandor de la pura y abstracta especulación, pero que se aprenden dejando en el camino de la vida algo de sí mismo: los débiles, la lana, como el carnero; los fuertes, sus entrañas, como el pelícano. No le digo ni la mitad de lo que quisiera; pero no he de concluir sin apretarle fuerte la mano y pedirle crea en la verdadera estimación que siento por su talento.

Su Afmo. S. y amigo:

Miguel Cané

Publicada en “El Nacional”, Buenos Aires, 22 de marzo 1879

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